«Contemplé tanto la belleza, que mi vista le pertenece» (Constantino Cavafis)
Siendo muy joven -sombrías primaveras de la pubertad- la tentación la tenía clavada con chinchetas en la pared de mi cuarto, transfigurada en una foto de Brigitte Bardot (la hermosísima Camille de Le mépris, aquella obra maestra de Jean-Luc Godard que, años después, llegaría a visionar repetidamente en uno de los tantos cineclubs que fueran refugio de mi juventud). Después supe que la Belleza (así, con mayúscula) entendida como ese intento de control duradero de los signos propios de la adolescencia, era una cosa de los griegos (para el caso plasmada en Afrodita, diosa del Amor nacida de las olas) y cuyo trasunto romano en forma de Venus -la virginal e “impúdica” Venus de Itálica– pude contemplar con el arrobo del neófito en el Museo Arqueológico de Sevilla, a la sombra neoplateresca -belleza sobre belleza- del Pabellón de las Bellas Artes (también llamado Palacio del Renacimiento) en la Plaza de América del Parque de María Luisa.
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