Arborescencias

«Todo cuanto existe es fruto del azar y la necesidad» (Demócrito, siglo IV a. C.)

El día que nací me pasó lo que a Gila, que mi madre no se encontraba en casa, pues estaba (no de parranda) sino en la clínica de turno sometiéndose a una operación de cesárea de las de entonces (o sea, a vida o muerte). El azar quiso que la moneda cayera de cara y así un nuevo pimpollo (yo mismo) vino en sumarse a los más de cien mil millones mal contados de Homo sapiens “modernos” -pongamos los  últimos mil siglos- que hayamos “aterrizado” en este perro y bello mundo. Una plaga formada hoy por ocho mil millones de semejantes -más bien prójimos- reunidos en cuerpo presente (toco madera) predispuestos para crecer y más que dispuestos a reproducirse, aparte de por el gustirrinín, por ese afán atávico de seguir aportando nuevas ramas a la ya de por sí densa arborescencia de este árbol genealógico humano de tan ostensible tronco primate.

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Guasa

«Sí, el niño es feo, pero… ¿y cómo caza las ratas?» (chascarrillo popular)

Si, tal como dejara apostillado el tío Oscar (Wilde) la seriedad es el pecado original del mundo, el enfado que invariablemente trasmiten los supuestos libros sagrados más o menos revelados (biblias, coranes, torás, vedas, tipitakas, mahabharatas, kojikis…) da no poco que pensar. A la contra, toda la sabiduría genuinamente popular presenta en cualquier circunstancia -por tremebunda que pueda parecer- la doble cara (a la vez, cruel y tierna) de una realidad humanizada. Sirva la cita -bien que sarcástica- como ejemplo clarificador de esa dicotomía: el niño será todo lo feo que tú quieras, pero ello no quita para que los padres encuentren ese inesperado y “oportuno” contrapunto por el que enorgullecerse. Váyase lo uno por lo otro.

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Minucias

«La insignificancia es siempre una garantía de seguridad» (Esopo)

Hace pocos meses, repasando unos extractos bancarios, llamó mi atención el apunte de un ingreso por transferencia que apenas llegaba a un euro. Algo que, a pesar de su más que evidente modestia pecuniaria, venía a patentizar un suceso prodigioso -casi un milagro- sobrevenido por la simple pero sublime constatación de haber vendido un libro. Acontecimiento en verdad  mínimo, mas suficiente como para insuflar aire a esa hoguera que arde en el fondo de nosotros mismos y que, a poco que sople el viento, es capaz de elevar a la categoría de mejor libro del mundo el leído por una sola persona. En definitiva, un ejemplo más de la fuerza potencial (esa garantía de seguridad atribuída por Esopo) que se esconde tras las trincheras de la aparente insignificancia.

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Relojes

«¿Tiempo? Jovencita yo soy el tiempo. El infinito, el eterno, el inmortal, el inconmensurable; al menos, claro, que tengas un reloj.» (El Tiempo en Alicia a través del espejo, Lewis Carroll)

Viene al caso aquella genuina anécdota (que ya referí en alguna otra ocasión) ocurrida en una reunión familiar cuando un pariente más o menos lejano, al ser inquirido por la razón que le llevaba a lucir en la muñeca un reloj que no funciona, dejase estupefactos a los allí congregados descerrajando a bote pronto una de esas frases rotundas -definitorias de la modernidad- que piden mármol: “No, no funciona, pero hace bonito”. O sea, un reloj sin tiempo con el que, ya de vuelta de los mundos mágicos de Alicia, retornar a una nueva y personal realidad ácrona donde habitar en nuestro inevitable y definitivo regreso desde el otro lado del espejo ¡Voilà!

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Física

«Solo hay una ciencia: la física. Todo lo demás es asistencia social» (James D. Watson)

Una vez que el amigo James (nobel de medicina por sus descubrimientos acerca de la estructura molecular en doble hélice del ADN causante de nuestra herencia genética) lo dejara así sentenciado en la cita (incluido el retintín implícito en su aseveración) yo también me permito afirmar con algún desparpajo que todas las ciencias, por no decir todo el conocimiento humano, se reducen en el fondo a uno: la física. Ante tal aserto, al resto de “artistas” que actuamos en este circo mundial ambulante: profetas, malabaristas, escritores, cuentacuentos, saltimbanquis, charlatanes, pintamonas, predicadores, poetastros… no nos queda otra que asumir con rendida resignación el hecho de que nuestras fantasías metafísicas queden circunscritas a los dominios de la lírica, a eso que nuestro reputado genetista calificara -ya para siempre- como “asistencia social”. Un sintagma en verdad clarificador que nos remite a las tantas variantes más o menos piadosas de la caridad cristiana o sus primas hermanas (la tzedaká judía, la sadaqa islámica… y por ahí) con las que, a más de mantener entretenido al personal (lo cual no es poco) ver de arrimar una cierta tranquilidad de rebaño en su sempiterna trashumancia.

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Frontera

La ciencia es una ecuación diferencial, la religión es una condición de frontera” (Alan Turing)

Tengo ya por tradición la costumbre de pasar unos días por el Alto Guadalquivir jienense y sus alrededores: comarcas de La Loma, Las Villas, Sierras de Segura y de Cazorla, Sierra Mágina o Sierra Sur… Espacios más o menos protegidos que componen ese otro sur interior que adoro y que en tiempos (buena parte del siglo XIII y toda la Baja Edad Media, hasta aquel último suspiro de Boabdil el Chico) fueran tierras rayanas con el menguante reino nazarí de Granada. Lugares fronterizos en los que, aparte la tez aceitunada de sus (cautivadoras) mujeres o las torres y castillos de tan sonora toponimia (Sorihuela del Guadalimar, Albahar, Jarafe, Burgalimar, Matabejid, Iznatoraf, Bedmar…) sustentan en sí las huellas de esa permeada mixtura que el suave solano de sureste ha venido depositando sobre la agreste y depurada quietud de sus paisajes.

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Huellas

«Me falta un corazón / me sobran cinco estrellas / de hoteles de ocasión / donde dejar mis huellas” (Joaquín SabinaSeis Tequilas)

Hace unos meses la revista china “Science Bulletin” publicaba el hallazgo cerca de Quesang (región del Tíbet) de unas huellas de manos y pies impresas de forma deliberada (es decir, artística) en las rocas y cuya datación sugiere que habrían pertenecido al Homo neanderthalensis, si no a su afín el Homo desinova. Quede o no confirmada la noticia, lo que sí parece seguro (al menos desde los tiempos paleolíticos del Homo sapiens de Chauvet o Altamira, en su inconmensurable tránsito hacia el Neolítico) es que tales vestigios rupestres (más que las simples huellas) nos llevan a considerar que la producción de signos (lo que hoy llamamos arte) es una actividad general de nuestra especie Homo a la vez que particular de cada individuo. 

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Rebotes

El camino del equívoco nace estrecho, pero siempre encuentra quien esté dispuesto a ensancharlo” (José Saramago)

Se dice que la distancia más larga entre dos personas es el malentendido. Esa particular reinterpretación rayada o chunga de cualquier nimiedad que provoca en los individuos (cual huracán desatado a partir de una primera y cuasi inapreciable inestabilidad latente en las capas bajas de la atmósfera) un alejamiento acelerado sólo comparable con la expansión ultrarrápida del universo, producto de aquella inflación cósmica precursora del recalentamiento que le llevaría a su estallido (el bang del Big Bang). Fenómenos de gravedad repulsiva causados ambos por ínfimas partículas: el inflatón en la cosmología física o, para el caso humano, un simple equívoco.

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Amigos

“En la vida cotidiana no es necesario reflexionar demasiado: estamos para los demás. Ante todo para aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad; pero también para tantos desconocidos a cuyo destino nos vincula una simpatía” (Albert Einstein. Living Philosophies, 1930)

La famosa teoría del antropólogo Robin Dunbar (conocida como número de Dunbar) establece en ciento cincuenta el límite cognitivo de enlaces sociales (número de personas con las que poder relacionarse plenamente) que un ser humano promedio puede mantener mediante una conexión estable; una limitación que, al igual que sucede con los primates, estaría directamente relacionada con el tamaño de nuestra corteza cerebral. A partir de ello vengo en hacer caso a Borges cuando afirma que la amistad, a diferencia del amor, puede prescindir de la frecuentación para así -aun lastrado por mi cierta tendencia a la introversión- ver de alcanzar tal cantidad de vínculos, sumando en mi consideración de amigos del alma a personas que admiro y siento tan cercanas, pero a los que nunca podré conocer, en plan: Albert Einstein, Richard Feynman, Niels Bohr, Max Planck, Murray Gell-Mann… y por ahí todo seguido.

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María

Para que no te quedes / huérfana de hijo” (Luis Rosales)

El dos de abril de mil novecientos diecinueve fallecía, a sus veintitrés primaverales años, mi jovencísima abuela María1. Dos días antes ella misma había visto morir a su tan reciente marido, mi abuelo, víctimas ambos de aquella pandémica gripe mal llamada española que, para el caso, dejaba huérfano de toda orfandad a un bebé de seis meses, mi padre. Ha pasado un siglo, el mundo ha seguido girando del todo indiferente a los avatares humanos y hoy, María, he vuelto a visitar esos mismos valles de tu breve juventud. El rocoso desfiladero desembocado en una pequeña localidad que acoge la quietud de aquella casa de aire tradicional que fuera tu último hogar, junto a un río que refluye en su propia memoria el recuerdo desvivido pero sublime de una abuela ya eternamente joven.

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