Esencias

La sabiduría de la vida consiste en eliminar todo lo que no es esencial” (Ling Yutang)

Aun viniendo como venimos de un heredado existencialismo desde Kierkegaard, pasando por Nietzsche, Heidegger… hasta Sartre (éste ya con todo el siglo colgando a su espalda) donde la existencia precede a la esencia, en ocasiones -bien que de tarde en tarde- nos sorprendemos rebuscando en nuestro interior esa sentida esencia de nosotros mismos, a la que intuimos enredada por entre las hélices del genoma u oculta tras las enrevesadas cavidades que forman los surcos del cerebro. Algo que para Kierkegaard no sería sino la voluntad latente por encontrar una personal y subjetiva “vocación” vital (el mayor o más alto bien del individuo y, según él, único modo posible con el que justificar la propia existencia) o, para Sartre, ni eso. Por contra, lo que nos vino a decir el chino (Ling Yutang) es que en la vida debes primero distinguir (para luego desarrollar, en plan monocultivo) esa íntima y personal querencia, evitando perder tu tiempo cogiendo tan sustancial rábano por las hojas contingentes de lo trivial.

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Frontera

La ciencia es una ecuación diferencial, la religión es una condición de frontera” (Alan Turing)

Tengo ya por tradición la costumbre de pasar unos días por el Alto Guadalquivir jienense y sus alrededores: comarcas de La Loma, Las Villas, Sierras de Segura y de Cazorla, Sierra Mágina o Sierra Sur… Espacios más o menos protegidos que componen ese otro sur interior que adoro y que en tiempos (buena parte del siglo XIII y toda la Baja Edad Media, hasta aquel último suspiro de Boabdil el Chico) fueran tierras rayanas con el menguante reino nazarí de Granada. Lugares fronterizos en los que, aparte la tez aceitunada de sus (cautivadoras) mujeres o las torres y castillos de tan sonora toponimia (Sorihuela del Guadalimar, Albahar, Jarafe, Burgalimar, Matabejid, Iznatoraf, Bedmar…) sustentan en sí las huellas de esa permeada mixtura que el suave solano de sureste ha venido depositando sobre la agreste y depurada quietud de sus paisajes.

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Inmortalidad

 “Nuestra alma es biodegradable, pero el plástico es inmortal” (M. Vicent)

Exceptuados los mil años del medievo (y a los no pocos que aún siguen en él) durante los cuales fuimos inmortales por obra y gracia de la taumatúrgica posibilidad de salvar nuestra alma con la sola condición de cumplir ciertos preceptos, no habíamos vuelto a tener semejante oportunidad hasta hoy en que tal ensoñación vuelve a aparecer como una posibilidad al alcance de la mano, pero esta vez bajo el requisito de salvar el propio cuerpo. Fiel a esta nueva religión, he iniciado su laica liturgia tuneándome la cadera y me temo que, tarde o temprano, no será lo último que tenga que injertarme en este cuerpo serrano si quiero alcanzar esa pretendida inmortalidad mitológica solo reservada -hasta ahora- a los semidioses.

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