Degenerando

«La progresiva degeneración de la especie humana se percibe claramente en que cada vez nos engañan personas con menos talento» (Charles Darwin)

Como preludio para introducir esta decepción galopante que nos invade (ese aire de desencanto que se viene respirando en el ambiente estos últimos lustros) sirva aquella archiconocida anécdota de Juan Belmonte cuando -recién acabada la Guerra Civil- le preguntaran cómo era posible que un banderillero de su cuadrilla hubiera pasado de rehiletero a gobernador civil y el torero, imperturbable, respondiera con su lacónica y trastabillada tartamudez: “De… de… degenerando”. Aparte el tartajeo, no cabe decir más con menos. Ante el balbuceante panorama (social, político, económico, cultural, moral…) que se nos dibuja en este nuevo orden del mundo mundial, hoy dominado -tal como ocurriera en la antedicha anécdota taurina- por sobrevenidos subalternos presidiendo festejos con picadores, nunca sabremos -aunque lo podamos intuir- qué otro preciso gerundio nos vendría a regalar aquel “Pasmo de Triana” de tan culta y atónita mirada para así, como el que no quiere la cosa, dejar rematada la faena sin despeinarse.

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Paseante

El hombre se alza por encima de todos los demás animales únicamente porque sabe caminar sin rumbo” (Louis Huart. Fisiología del flâneur, 1841)

En el centro de la ciudad prevalece (erigida en medio de aquellos angustiosos años de plomo de los ochenta que hoy parezcan olvidados o, lo que es peor, blanqueados) una escultura muy popular que representa a un enjuto caminante de tres metros y medio (El caminante. Juanjo Eguizábal, 1985) deudora innegable de la icónica El hombre que camina de Giacometti. En su momento (años sesenta) la anoréxica figura del suizo nos vino a transmitir la sólida e inquebrantable determinación humana emergida desde la fragilidad de un cuerpo surreal, más que surrealista, reducido a lo mínimo que se despacha en hombre. En cambio, la que hay en “mi pueblo” refleja -con similar hechura formal, pero expresada desde la agresividad de aquella estética punk propia de la época- la rabia contenida de un inadaptado social que, desafiante, camina con la mirada fija y los puños cerrados hacia su propia autodestrucción. Luego, con la confusión de la posmodernidad, el marketing turístico y toda esa perfomance de juego floral lo ha venido a resignificar, cuando no en un despreocupado paseante, en algo así como un emblema municipal del viajero o turista que, embelesado, se enamora de la ciudad.

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Guasa

«Sí, el niño es feo, pero… ¿y cómo caza las ratas?» (chascarrillo popular)

Si, tal como dejara apostillado el tío Oscar (Wilde) la seriedad es el pecado original del mundo, el enfado que invariablemente trasmiten los supuestos libros sagrados más o menos revelados (biblias, coranes, torás, vedas, tipitakas, mahabharatas, kojikis…) da no poco que pensar. A la contra, toda la sabiduría genuinamente popular presenta en cualquier circunstancia -por tremebunda que pueda parecer- la doble cara (a la vez, cruel y tierna) de una realidad humanizada. Sirva la cita -bien que sarcástica- como ejemplo clarificador de esa dicotomía: el niño será todo lo feo que tú quieras, pero ello no quita para que los padres encuentren ese inesperado y “oportuno” contrapunto por el que enorgullecerse. Váyase lo uno por lo otro.

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Veintiuno

El pesimista se queja del viento; el optimista espera que calme; el realista ajusta las velas” (Willian Arthur Ward)

Verdad es que a punto estemos de despedir el veintiún año gregoriano de este tormentoso siglo XXI y, aún alérgico como soy a la numerología y a cualesquiera de las tantas formas de la superstición u otras cábalas, no me resisto a encabezar este escrito con tan sincrónico numeral, incrustado en la realidad de un mundo que inicia este veintiuno de diciembre su invierno boreal. Inmersos como estamos en tamañas turbulencias, bien haríamos en ajustar las velas a este nuevo contexto para, rulado el viento, poner proa al sotavento de la adversidad (económica, social, política, medioambiental sanitaria, cultural…) que viene soplando con fuerza contra nosotros, en esforzada ceñida realista que nos lleve a surcar nuevas rutas en este crucial tránsito por los siete mares de nuestra corta existencia. Singladura vital que -al tiempo- vaya dejando tras de sí su deleble rastro, una estela de espuma tal que un halo de esperanza para nuestros hijos.

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Mediterráneamente

Solo la música está a la altura del mar” (Albert Camus)

Los que nos enamoramos oyendo a Serrat cantar poéticamente a un Mediterráneo femenino y  núbil “te acercas, y te vas / después de besar mi aldea / jugando con la marea / te vas, pensando en volver / eres como una mujer…” volvemos repetidamente a sus orillas con un vano anhelo por ver si, amontonado en la arena, aún queda rastro de aquél primer amor que dejáramos olvidado bajo una luz y un olor que ya nos acompañarían para siempre y ¡mira por dónde! resulta que ahora ese azul y ese mar nos lo encontramos machacona y “mediterráneamente” transfigurado en adverbio de modo (de los terminados en mente) como leitmotiv de un relamido anuncio de cervezas.

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Mémesis

Los hombres se equivocan, en cuanto que piensan que son libres; y esta opinión solo consiste en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son determinados. Su idea de libertad es, pues, ésta: que no conocen causa alguna de sus acciones” (Spinoza. Ética, 1677)

La originalidad ya sabemos que no existe (nada es nuevo bajo el sol) así que la mímesis como “imitación de la realidad” nos sirve en el afán por renovar creativamente sus representaciones, para realizar variaciones -recreaciones- de aspectos relevantes de esa realidad que, si le hacemos caso al pesado de Lacan, es precaria y no deja de ser un montaje o registro simbólico e imaginario de lo real. Ahora bien, de ahí a tener que tragar con la ingente profusión de memes puestos en circulación, esa nutrida sarta de estupideces nada inocentes que día a día nos invaden (por) doquier viralizados desde el ciberespacio, como la última y casi única fórmula de entender nuestra existencia, media un abismo. Un fenómeno al que he dado en bautizar (y titular) como mémesis, un palabro a caballo entre la mímesis de los imitados memes y la némesis, entendida ésta como rival o enemigo del conocimiento, a más de incidir en ese otro buscado paralelismo semántico con los individuos -los memos y las memas- que conforman esas desnortadas bandadas de internautas, si no con la memez misma.

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Sombras

Siguiendo una sombra serás la sombra de una sombra” (Fausto Melotti)

 La alegoría platónica de la caverna (siglo IV a. de C.) ya nos simbolizaba cómo los simples reflejos en la pared de la gruta proyectados por el fuego serían ciegamente aceptados como la auténtica y fiel realidad para los que únicamente atisbaran esa referencia como vía de conocimiento (para el caso, encadenados al muro dentro de la caverna) sin ni siquiera llegar a sospechar que lo que ven no son sino apariencias, simples sombras de seres u objetos manejándose tras ellos. Han pasado veinticuatro siglos y una inmensa mayoría de los individuos que conforman -conformamos- el rebaño humano siguen de una u otra forma encadenados al muro, aprisionados los más por las rígidas argollas de regímenes totalitarios y los menos -ciudadanos del llamado mundo libre- cómodamente enrolados en banderas o banderines de conveniencia, desde cuyos pabellones contemplar una realidad virtual envuelta en celofán. Convertidos de una u otra forma en visionarios de sombras, cuando no en enfermos imaginarios afectados por la peor de las cegueras: aquella en la que los videntes no quieren ver. Seguir leyendo

Martillos

Supongo que es tentador, si solo tienes un martillo, tratar a todo como si fuera un clavo” (Abraham Maslow)

 Puede resultar en verdad tentador, a más de desahogado, intentar explicar y solucionarlo todo con una sola herramienta con la que nos sintamos cómodos o familiarizados, sea ésta un martillo, una teoría, idea, prejuicio o creencia. Sirva como metáfora de la actualidad el citado aforismo, una proposición atribuible a Mark Twain (incluso a Oscar Wilde) que Maslow popularizara y que su tocayo, el filósofo conductista Kaplan, la acabaría expresando más gráficamente si cabe: “si le das a un niño un martillo, le parecerá que todo lo que encuentra necesita un golpe”. En cualquier de sus formas nos estamos refiriendo a lo mismo, la conocida en psicología como ley del martillo que luego se etiquetara por lo fino como Observación de Baruch, en honor a Bernard Baruch de los Baruch de toda la vida. Seguir leyendo