Tendencias

La evolución biológica es parte del proceso de decaimiento que tiende a reducir el intervalo informacional entre las tendencias potenciales y las reales” (Murray Gell-Mann en El quark y el jaguar: aventuras en lo simple y lo complejo)

Hace algunos años -cinco millones, mal contados- se produjo aquella primera sutil divergencia entre los monos antropomorfos (chimpancés al fin, anteriormente bifurcados de los gorilas o los orangutanes) y nuestro linaje humano, en ese largo y tortuoso proceso al que llamamos hominización. Hubieron de transcurrir otros pocos millones desde la aparición de aquél australopithecus vegetariano para, metidos ya en el Pleistoceno, reconocer entre aquellos primates homínidos un primer individuo asignable al género Homo: el omnívoro habilis, provisto el nota de una cabeza notable (por voluminosa) producto de su primitiva pero ya marcada cefalización craneal. Le seguirían un numeroso grupo de antepasados conocidos (ergasterserectus…) a cual más cabezón, además de los incontables eslabones o, por mejor decir, ramales perdidos. Apenas hace un millón de años que nos topáramos con un antecessor caníbal capaz de conservar el fuego y menos de doscientos mil para darnos de bruces con nuestros parientes neanderthalensis, a los que sobrevivimos en exclusiva como sapiens para acabar caracterizándonos redundantemente -penúltimos milenios- como sapiens sapiens. Mucho nombre para unos “cabezas” mutados, dicho por lo bruto y sin anestesia, en lo que presumiblemente ya nos hayamos convertido: una plaga dispar de individuos sin “conciencia crítica de especie” (E. Carbonell) dispuestos en tribus con las que ir haciéndose sitio entre codazos por arramblar con los restos de un planeta exhausto.

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