Amigos

“En la vida cotidiana no es necesario reflexionar demasiado: estamos para los demás. Ante todo para aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad; pero también para tantos desconocidos a cuyo destino nos vincula una simpatía” (Albert Einstein. Living Philosophies, 1930)

La famosa teoría del antropólogo Robin Dunbar (conocida como número de Dunbar) establece en ciento cincuenta el límite cognitivo de enlaces sociales (número de personas con las que poder relacionarse plenamente) que un ser humano promedio puede mantener mediante una conexión estable; una limitación que, al igual que sucede con los primates, estaría directamente relacionada con el tamaño de nuestra corteza cerebral. A partir de ello vengo en hacer caso a Borges cuando afirma que la amistad, a diferencia del amor, puede prescindir de la frecuentación para así -aun lastrado por mi cierta tendencia a la introversión- ver de alcanzar tal cantidad de vínculos, sumando en mi consideración de amigos del alma a personas que admiro y siento tan cercanas, pero a los que nunca podré conocer, en plan: Albert Einstein, Richard Feynman, Niels Bohr, Max Planck, Murray Gell-Mann… y por ahí todo seguido.

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Luces

Lo único que se mueve aquí es la luz, pero lo cambia todo” (Anónimo)

 Recuerdo de muy joven (quiero pensar que con la corteza prefrontal en pleno proceso de maduración) inmerso en la soledad de mi habitación tratando de interiorizar ciertos conocimientos mediante el estudio o la lectura, llegar a sentir en el cerebro una reacción casi física, como si de él se estuviese desprendiendo un velo que hasta entonces no me hubiera dejado mirar -pensar- más allá y que, al liberarlo, diera paso a nuevas y desconocidas percepciones; una sensación a la que se añadía el inquietante presentimiento de estar traspasando los límites de una frontera. Pasada la juventud, con el cerebro y todo lo que cuelga ya creciditos, he gozado y sigo  gozando con la aventura del conocimiento, pero ya nunca he vuelto a sentir ese destello de placer, aquél fulgor físico de mi adolescencia, que tanto se asemejara a un orgasmo. Debo aquí aclarar que, más allá de su aparente relación semántica, el fenómeno nada tenía -ni tiene- que ver con esa masturbatoria fantasía especulativa tan propia de los adultos conocida como paja mental, con perdón. Seguir leyendo