Amantes

“Murieron como vivieron / y, como cuando vivían,/ uno por otro moría / uno por otro murieron”

(Juan de Tassis y Peralta, II conde de Villamediana.1582-1622)

Los amantes murieron de amor hace la friolera de ocho siglos pero, a poco que arrimas el olfato por entre los claustros y torres de ese entorno mudéjar, sientes que la iglesia-fortaleza de San Pedro de Teruel que los cobija aún retiene en los poros de su arquitectura -más allá del mausoleo- la penetrante fuerza de un ensueño. No otro que ese recurrente paseo por el amor y la muerte que, independientemente de las vestiduras de cada época, todos damos en transitar y que aquí resurge sublimado bajo los posos que el tiempo ha ido depositando a su paso. La dolida belleza, al fin, de unos cuerpos que son ya los nuestros, donde reposan todos los anhelos que vinimos a despertar en esta vida y que, una vez vivida, más parezca haberla soñado.

Por aquellos años en la Hispania del siglo XIII la batalla de Las Navas de Tolosa había roto definitivamente el mantenido equilibrio, bien que dinámico, entre cristianos y musulmanes. Tanto la proyección mediterránea de la Corona de Aragón como la paulatina integración de los reinos peninsulares en el Occidente europeo son ya hechos irrefutables y, en lo referido al arte o más concretamente a la arquitectura, llegará reflejado con el paso del románico al gótico. Los usos y aspiraciones provenientes de aquella cambiante Europa se vieron cumplidamente ficcionados por Ken Follett en su exitosa novela The Pilars of the Earth ( Macmillan Publishers, 1989) que fuera un superventas mundial donde, de forma tan amena, vendría a descubrirnos las historias de los hombres y mujeres que habían quedado escondidas, cuando no sepultadas, bajo las piedras de aquellos apuntados arcos ojivales que elevaron el perfil de las nuevas catedrales. Pero aquí, en las tierras fronterizas, ese paso tomará sus propios derroteros con la excepcional incorporación de lo mudéjar formando parte de un guión que se sale de ese argumentario tan lineal que da en aplicar al fenómeno un desarrollo puramente occidentalista. Cierto es que, al cabo, el mundo occidental derivó hacia un franco desarrollo ascendente que culminará en lo que se vino en llamar Renacimiento y, por contra, la cultura islámica se mantuvo en un proceso de estancamiento que prácticamente dura hasta nuestros días. Pero esa ya es otra historia.

En aquella Baja Edad Media peninsular el resultado digamos “natural” de esta hibridación en una sociedad tensionada donde confluyen cristianos, mudéjares y judíos, viene a representar una complejidad inaudita e incomparable en relación con el resto de aquella Europa en ciernes. Esa mezcolanza artística va más allá de la simple u obvia incorporación de novedosos materiales (ladrillo, tapial, yeso, azulejos, madera…) sustitutivos de la piedra en las construcciones, algo que -por otra parte- ya venían siendo utilizados siglos ha por los andalusíes en lo que fuera la propia arquitectura hispanomusulmana. Mas -que yo sepa- la enmarañada intrahistoria (social y humana) de esta transición artística en tierras recién conquistadas (reconquistadas) está por escribir. Se echa en falta -ensayos académicos aparte- una gran novela divulgativa (tal que la del amigo Ken con su humanizado recorrido por lo gótico) que de forma vívida, a más de leal con la historia, nos muestre las venturas y desventuras de sus protagonistas, esas gentes diversas levantando aquellas “labores mudéjares de ladrillo simulando un tapiz suspendido” (por decirlo con palabras del historiador Santiago Sebastián) en ese tan heterogéneo y cambiante mundo.

Observo con delectación esos “suspendidos tapices” en la torre de San Pedro pero también en las de la Catedral, San Martín y El Salvador, cual si fueran prominentes salpicaduras del oriente mediterráneo llegadas aguas arriba por el Guadalaviar. Cual simple visitante, no sabría valorar -ni falta que hace- la discutida preponderancia constructiva de lo cristiano o lo musulmán en estas construcciones mudéjares, basadas al parecer en la estructura de las torres góticas levantinas, sin que por ello falten las que mantienen el diseño de los alminares musulmanes de doble torre envolvente. Acostumbrados como estamos a ver la piedra gótica pugnando -a contracorriente de su pesantez- por adoptar caracteres tectónicos, en la sobria arquitectura de estos aparejados muros de ladrillo ello va de suyo, pues la luz se recorta contra los frisos y cornisas de calados encajes, se refleja en lo vidriado de sus cerámicas o bien discurre por entre el abocinado de sus vanos, hasta penetrar -ya en las alturas- por unos arcos de medio punto abiertos al campanario; para mí que es ahí, en la luz que va marcando el tiempo, donde radica el milagro que hace transmitir al conjunto (al espacio) esa relajante sensación de ingravidez desbordante de belleza.

Un influjo mediterráneo que resulta recurrente pues, en tiempos, el viento de levante ya habría acercado hasta aquí ese cierto orientalismo de aires bizantinos (algunas de cuyas composiciones nos las encontramos en el Museo de Arte Sacro) bastante antes de la llegada de los musulmanes. Lo digo porque, anacronismos aparte, algo de esto se te pasa por la cabeza (al menos por la mía) cuando accedes del tirón y sin previo aviso al interior de la citada iglesia y te encuentras frente a esa inesperada escenografía con reminiscencias bizantinas de lo más kisch. Tanto los entrepaños, bóvedas y esquinillas de la espléndida nave mudéjar como su perimetral anillo de capillas, aparecen emperifollados por un colorido envoltorio producto de las reformas acometidas a principios del pasado siglo (tras un devastador incendio) y cuya pintoresca decoración reconvirtió su original e improbable revestido mudéjar por algo así como un ecléctico modernismo (entre neogótico y neomudéjar) imperante en la época. 

Como simple viajero, aun a riesgo de ser injusto a fuer de subjetivo, siempre he preferido enfrentarme a la experiencia estética desde un cierto desconocimiento de las cosas pues, más que el afán del saber por saber -que también- lo que realmente me mueve es la emoción de la belleza. Así, retorno en busca de esa sugestión del preterido medievo accediendo sin más averiguaciones a la escalera de caracol por la que ascender hasta lo alto del campanario. Al paso, voy acariciando con mis manos las distintas texturas del ladrillo en sus laboradas roscas, resaltes e hiladas, así como las variadas rugosidades de las argamasas con las que fueron levantados esos tapiales o las penetrantes marcas en las desmochadas vigas de madera de los antiguos entramados… y ¡oh, sorpresa! antes de llegar al cuerpo de campanas descubro, inscritas en medio de una tongada, unas cuasi ilegibles expresiones algebraicas, algo así como “3,15 x 14? x 28 … 3,11 x 19 x 22” que despiertan la imaginación de este turista despistado.

Por lógica parece que se trate de unas simples anotaciones geométricas; por decir algo ¿porqué no las dimensiones en centímetros del espesor, la tabica y la huella de ciertos peldaños en la nueva escalera? Aun y todo, no dejo de pensar en ello mientras transito los exteriores del ándito que recorre, entre contrafuertes, las cubiertas de esas capillas laterales que rodean la iglesia hasta que, abstraído en la contemplación de este nuevo panorama, se me va el santo al cielo. Rendido así ante la evidencia de que en ese “moderno” cifrado aritmético, por más vueltas que le dé, no voy a encontrar ningún misterioso enigma con el que tejer la trama de esa pretendida novela que antes dije haber echado en falta.

La otra novela, la de los amantes, está no ya escrita sino más que escrita y reescrita. El mausoleo (de un barroco excesivo) acoge sobre un túmulo los cuerpos de Diego e Isabel, de Isabel y Diego, que -aun yacentes- buscan rozarse siquiera en el alabastro de sus manos; un deseo en vida que, por imposible, se convirtió en eterno. Es el amor romántico cantado por los juglares y alimentado de fantasías, sueños, imaginación… e inspirado en el mismo beso de siempre, ése que nunca diste, el que provoca la dolorosa sublimación de tus anhelos en ausencia de lo amado. Es, amantes de la vida, el repetido sueño en este nuestro ineludible paseo por el amor y la muerte.

2 respuestas a “Amantes

  1. Jorge 20 abril, 2024 / 11:13 pm

    Qué alegría encontrarme y leer este post Pedro. Muy bueno y con ganas de que sigáis disfrutando de esta bonita tierra en próximas visitas. Un abrazo, Jorge

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