Cómplices

Tenemos un dólar y noventa y ocho centavos ¡y te estás riendo!” (Clyde Barrow -Warren Beatty- a Bonnie Parker -Faye Dunaway- en la película Bonnie & Clyde. Arthur Penn, 1967)

Contemplo una foto -que más parezca un fotograma- con los rostros sonrientes de una pareja madura mirándose a los ojos en la que ella, más joven, mantiene ese gesto de niña rozando la adolescencia que en algunas ocasiones vemos posarse -como un pájaro- en el semblante risueño de algunas mujeres muy guapas. La escena me recuerda aquel hermoso arranque de Los enamoramientos (Javier Marías. Alfaguara, 2011) donde la protagonista observa con discreción cada mañana a una pareja de desconocidos que desayunan en esa misma cafetería y que, a sus ojos, desprenden una complicidad que viene a encarnar la fábula de la felicidad conyugal. Secuencia convertida para ella en un incitante espectáculo diario que le vivifica antes de dirigirse a su tedioso trabajo en una editorial. Luego en la novela -como en la vida- las cosas se complican, pero esa ya es otra historia.

Quiero comenzar diciendo que esta forma de enamoramiento hombre/mujer más o menos romántico no se da en la naturaleza, en ella caben la ternura, el deseo, la compañía, la connivencia e incluso la inocente pureza de esa sexualidad sin culpa que desprenden algunos cérvidos al aparearse… pero no el amor. Lo nuestro es una construcción esencialmente cultural que una vez ingeniada (necesitados como estamos por ver de alcanzar tal imaginario) nos la tenemos que fabricar. A partir de un primer aturdimiento morrocotudo ¡buah! del que nos servimos para cimentar la base, luego -ya sobre la marcha- no queda otra que ponerse manos a la obra por ir componiendo el invento pieza a pieza, como si fueran aquellos bloques de Lego de la infancia con los que erigíamos nuestros propios e imaginados castillos encantados. La cosa no obstante tiene su paradójico aquél puesto que, aun negando la existencia de lo que predico, creo haberme enamorado al menos tres veces, que yo recuerde, por no decir tres y media (o treinta y tres, si  bajamos el listón).

Podríamos así definir el amor humano como lo propiamente creado más allá de ese querer natural, una especie de realidad aumentada que encontramos universalmente recreada en las obras de arte. Ahí ya vale todo: la búsqueda del amor a través de la belleza con un fondo de mitología clásica (esas diosas desnudas tal que la Afrodita de Praxíteles, precursora de todas las afroditas griegas, de las trasuntas venus romanas o de nuestras evanescentes evas) y su posterior inclusión en un pretendido Arte con mayúscula (entendido como concepto filosófico) que ya viene a insinuarse en la pintura renacentista, mismamente con Botticelli (La primaveraVenus y MarteEl nacimiento de Venus…) y todo eso; también cabe encontrarlo encarnado como pasión amatoria en la fuerza marmórea que desprende El beso de Rodin, inspirada en el trágico romance que vivieron los amantes de la Divina Comedia o, por qué no, en esa idealización del “amor natural” de una Arcadia feliz desbordante de colorida sensualidad, tal como aparece en La alegría de vivir de Matisse… Por señalar tan solo cuatro ejemplos elegidos poco menos que al azar de entre las innumerables recreaciones plásticas de todos los tiempos, y eso sin contar con la literatura, el cine, el teatro o la música. Luego, cada quisqui va adoptando mal que bien esos u otros referentes a su personal e intransferible universo poético.

El mío lo empecé a descubrir, como tantos, surcando las aguas turbulentas de la dulce -tirando a agridulce- adolescencia, con aquellas tan líricas y sinuosas melodías del primer Serrat de Paraules  d´amorTu nombre me sabe a hierbaPoco antes de que den las diezPenélope… y por ahí, hasta llegar a la definitiva e icónica Mediterráneo. Luego, puesta ya toda la carne de la primera juventud en el asador de la vida y aun a ciegas, ver de irla cociendo al fuego lento de la literatura, cuando no puesta a gratinar (sin horno) al calor sensible de una ardiente pasión por el cine. Mayormente el nuevo cine puro de la Nouvelle Vague, incluidos aquellos ejercicios de geometría amorosa a los que nos había malacostumbrado Eric Rohmer con una serie de películas basadas en sus Seis cuentos morales (aún guardo recuerdos episódicos ¡ay! de una adolescente Claire en La genou de Claire o de la inquietante Chloé -la bellísima Danièle Ciarlet- en L´amour l´après-midi) y así hasta seis variaciones de una misma historia triangular con moraleja incluida: un hombre se enamora de dos mujeres y mientras busca a la primera encuentra a la segunda, para terminar volviendo con la que había empezado el cuento. En definitiva, no otra cosa que la existencia entendida como artificio narrativo (la vida rebozada de cine y literatura) susceptible de otorgar un significado presuntamente moral a la tan real y pedestre pulsión del deseo. Podríamos plantearlo al revés (del amor al desamor) y hablar del desengaño como abismo, a la manera de Godard en aquella obra maestra que fuera Le mépris … u otras tantas y tantas referencias más o menos poéticas que han sobrevolado y sobrevuelan los cielos de tan recurrente tema. Pero eso mejor me lo guardo para otro día.

Verdad es que la realidad de cualquier matrimonio al que se le han ido agotando todos los sueños corre el riesgo de caer en la monotonía y, por ende, en una cierta frustración. Cosa que no ocurre -sino todo lo contrario- con el amor idealizado el cual, precisamente por su imposibilidad e inaccesibilidad, se acrecienta y afianza con el tiempo. Nos vienen al pelo como paradigmas de sublimación extrema los citados Dante y Bottichelli, ambos florentinos. El primero locamente enamorado de Beatriz, una mujer a la que no conocía de nada y sin embargo es la que le conduce al paraíso de su Divina Comedia; qué decir de un Sandro obsesionado con Simonetta, irresistible musa incluso después de muerta con la que componer sus bellísimas Venus… Ejemplos en todo caso que nos ilustran sobre esto que vengo diciendo de que el amor como realidad palpable no existe pues que solo se halla en nuestro imaginario como abstracción. Lo que sí se da es la erupción del deseo en forma de enamoramiento, lo cual -en ciertos lances muy escogidos- nos lleva a realizar un posterior esfuerzo cuasi religioso de la voluntad por mantener ad infinitum tal ilusión y, para mí, que a ese animoso e ímprobo esfuerzo autoinducido es a lo que llamamos amor.

Vuelvo a mirar la fotografía con fondo azul de esa conchabada pareja que (como en la novela de Marías) rezuma una complicidad que parezca estar quitándome la razón para dársela a una nonagenaria Yoko Ono, la artista desconocida más famosa del mundo, cuando afirma que “Un sueño que sueñas solo es sólo un sueño. Un sueño que sueñas juntos es una realidad”. Me quedo con esta tan esperanzadora y sugerente idea de que las cosas vengan a existir por el solo hecho de haberlas soñado en compañía, para terminar reconociendo -no sin cierto rubor- que el menda de la foto, ese aludido cómplice, soy yo.

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