«Solo el hombre culto es libre» (Epicteto de Frigia, siglo I)
Los que profesamos el estoicismo en cualquiera de sus formas, una filosofía total de la vida aplicada a sus tres ramas: lógica, ética y física (materia ésta que hoy quedaría englobada -a la manera del positivismo comtiano– junto con las matemáticas, la astronomía, la química, la biología y la sociología, a lo que yo añadiría la economía), damos por consabido que el bien se encuentra en la sabiduría y el dominio del alma. Sus principios no prometen ni aseguran nada externo al hombre1 pues, del mismo modo en que la materia del carpintero es la madera y el bronce la del escultor, el objeto del arte de vivir (saber vivir-savoir-vivre) es nuestra propia vida (cada persona como miembro esencial de la familia universal, lejos de barreras regionales, sociales o raciales). Enseñanzas éstas que por sí solas hubieran podido parecer o, más bien, hubiésemos querido creer (a la vista está que erróneamente) antídoto suficiente como para haber dejado vacunada a la humanidad contra esta epidemia de individuos sin individualidad, espécimen hacia el que finalmente ha evolucionado (en paradójico avance hacia la retaguardia, también llamado retroceso) el contribuyente moderno: un hombre camuflado en la masa, hermoso pero débil ejemplar híbrido, fruto de la transformación del original hombre-masa de Ortega en su desesperado intento por adaptarse al nuevo hábitat, un ecosistema definido brillantemente por Bauman como sociedad o modernidad líquida.