Inmortalidad

 “Nuestra alma es biodegradable, pero el plástico es inmortal” (M. Vicent)

Exceptuados los mil años del medievo (y a los no pocos que aún siguen en él) durante los cuales fuimos inmortales por obra y gracia de la taumatúrgica posibilidad de salvar nuestra alma con la sola condición de cumplir ciertos preceptos, no habíamos vuelto a tener semejante oportunidad hasta hoy en que tal ensoñación vuelve a aparecer como una posibilidad al alcance de la mano, pero esta vez bajo el requisito de salvar el propio cuerpo. Fiel a esta nueva religión, he iniciado su laica liturgia tuneándome la cadera y me temo que, tarde o temprano, no será lo último que tenga que injertarme en este cuerpo serrano si quiero alcanzar esa pretendida inmortalidad mitológica solo reservada -hasta ahora- a los semidioses.

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Veintiuno

El pesimista se queja del viento; el optimista espera que calme; el realista ajusta las velas” (Willian Arthur Ward)

Verdad es que a punto estemos de despedir el veintiún año gregoriano de este tormentoso siglo XXI y, aún alérgico como soy a la numerología y a cualesquiera de las tantas formas de la superstición u otras cábalas, no me resisto a encabezar este escrito con tan sincrónico numeral, incrustado en la realidad de un mundo que inicia este veintiuno de diciembre su invierno boreal. Inmersos como estamos en tamañas turbulencias, bien haríamos en ajustar las velas a este nuevo contexto para, rulado el viento, poner proa al sotavento de la adversidad (económica, social, política, medioambiental sanitaria, cultural…) que viene soplando con fuerza contra nosotros, en esforzada ceñida realista que nos lleve a surcar nuevas rutas en este crucial tránsito por los siete mares de nuestra corta existencia. Singladura vital que -al tiempo- vaya dejando tras de sí su deleble rastro, una estela de espuma tal que un halo de esperanza para nuestros hijos.

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