Verano

«¡Oh, vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? Su nombre es belleza.” (Hölderlin. Hiperión)

¿Quién no ha cerrado los ojos y ha sentido revivir aquellos veranos idealizados que simbolizan pasadas plenitudes, paraísos perdidos que jamás volveremos a gozar, aquellas noches de amor y sexo en la playa frente a un cálido y solitario mar de olas armoniosas, bajo la luz estrellada de una bóveda celeste infinita y maternal cobijando nuestros cuerpos desnudos como excepcional testigo de aquella eternidad acariciada?. Al igual que nosotros, también algunos ejemplares muy escogidos de mejillón, de entre la miríada de moluscos que acaban formando parte sustancial de los lechos arenosos, en su día (mientras liberaban los espermatozoides en las templadas aguas, estimulando a las hembras para que hicieran lo propio con sus óvulos) se sintieron héroes: hoy el mar ya no les recuerda. Yo, por el contrario, sí he continuado acordándome de ese mar, veo en la noche sus aguas plateadas por el reflejo de los nebulosos astros, escucho el sonido grave y profundo de sus mareas, huelo la brisa fresca y brumosa del amanecer con su aroma salobre, mientras siento la plenitud vital del perfumado sexo… Ésta ha sido y no otra la recurrente e inevitable imagen dizque melancólica que, un año sí y otro también, proyectaba mi memoria pensando en el verano (así, con artículo determinado) o, por decirlo de otra forma, al presentir la inminencia de las vacaciones.

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