Paseante

El hombre se alza por encima de todos los demás animales únicamente porque sabe caminar sin rumbo” (Louis Huart. Fisiología del flâneur, 1841)

En el centro de la ciudad prevalece (erigida en medio de aquellos angustiosos años de plomo de los ochenta que hoy parezcan olvidados o, lo que es peor, blanqueados) una escultura muy popular que representa a un enjuto caminante de tres metros y medio (El caminante. Juanjo Eguizábal, 1985) deudora innegable de la icónica El hombre que camina de Giacometti. En su momento (años sesenta) la anoréxica figura del suizo nos vino a transmitir la sólida e inquebrantable determinación humana emergida desde la fragilidad de un cuerpo surreal, más que surrealista, reducido a lo mínimo que se despacha en hombre. En cambio, la que hay en “mi pueblo” refleja -con similar hechura formal, pero expresada desde la agresividad de aquella estética punk propia de la época- la rabia contenida de un inadaptado social que, desafiante, camina con la mirada fija y los puños cerrados hacia su propia autodestrucción. Luego, con la confusión de la posmodernidad, el marketing turístico y toda esa perfomance de juego floral lo ha venido a resignificar, cuando no en un despreocupado paseante, en algo así como un emblema municipal del viajero o turista que, embelesado, se enamora de la ciudad.

Así, a diferencia del viejo modelo contemplativo de aquellas estatuas ecuestres de carácter monumental (la de Espartero, un suponer, bien que ésta fuere más conocida o reconocida por los generosos atributos del caballo) erigidas a mayor gloria de egregios prebostes, en las ciudades contemporáneas jalonan nuestros paisajes urbanos significadas esculturas, ya sin pedestal, de anónimos personajes (barrenderos, estudiantes, jubilados, viajeros, lectores, faroleros, niños, jóvenes, raqueros, rederas, transeúntes, pescadores…) cual hitos representativos con vocación de interactuar en un espacio público compartido entre iguales. Puestos a señalar, destacaría la conmovedora serie Les voyageurs de Bruno Catalano expuesta (entre otros lugares) en el puerto de Marsella y que representa al viajero acarreando, junto con su maleta, el propio vacío que todo errante va dejando tras de sí o, dicho en palabras de la crítico Anne Maître, a ese “hombre fragmentado, desestabilizado, despojado de sus señas de identidad, que camina a un tiempo hacia su salvación y su pérdida”. Nosotros mismos, o sea.

Luego, aparte la ignorancia cósmica, sabemos que las cosas (tal como a escala local le ocurre a nuestro Caminante) acaban siendo, más que digeridas, devoradas por una masa transmutada en marabunta a la que llaman turismo y así la cruda (también cruel) realidad nos enseña que toda esa pretendida interacción socio-cultural municipalmente anunciada queda reducida a unos repetidos e intercambiables selfis ratoneros de ensayadas sonrisas congeladas, abiertas hasta la frontera de ese estudiado vértice donde comienzan a entreverse los empastes. Para el caso da igual que nos encontremos ante el Gigante de sal de la rotonda de la Marina en el Puerto de Valencia, ante el Vecino curioso del centro de Madrid que asoma la gaita por la barandilla y nos invita a observar los restos arqueológicos de la antigua iglesia de la Almudena o frente a la mismísima Sirenita de Copenhague que, sedente, dirige su mirada enamorada al horizonte Báltico… La vida, en fin, entendida como un continuo “postureo” con el que dejar constancia de nuestro paso por este incomprendido mundo mediante ese único e impostado gesto aparentando habitar una perenne felicidad de plástico.

Soy de los que piensan, porque así lo he vivido, que la emoción de una ciudad –tal que aquel spleen parisino popularizado en su día por Baudelaire- sólo llega a percibirse desde una cierta virginidad de espectador ayuno de sentido de pertenencia, a contrapelo de los arraigados convencionalismos localistas. Razón por la cual los lugareños casi nunca llegan a traspasar los dominios de la crónica costumbrista y los más tozudos no se cansan de dar vueltas y más vueltas a la noria mostrenca del folclore. Dicho convencimiento me ha llevado a evitar el hacer referencias a mi lugar de origen o hacerlo sólo excepcionalmente, manteniendo en todo caso (no sé porqué, quizás sea por mi irrenunciable condición de ciudadano del mundo) una cierta y “elegante” distancia crítica.

Dicho  lo dicho, en mis periódicas incursiones viajeras tiendo a remedar a aquel poético y distanciado paseante a la vez atento y despreocupado de finales del diecinueve conocido como flâneur (un personaje diseccionado por Huart en su citada Fisiología del flâneur y mencionado previamente en Las flores del mal por nuestro querido Charles, el gran poeta maldito) y que ahora con las prisas, los móviles conectados al ciberespacio, los auriculares intraurales martillando los tímpanos con la playlist ajustada a las preferencias de cada quisque… a más del sobreturismo (overtourism) que invade el centro de las ciudades, hace que cultivar el viejo arte de la flânerie (ese vagar contemplativo explorando la ciudad como si fuera un ente vivo) requiera, a más de gran dosis de atención por el detalle, de un titánico esfuerzo contra el olvido. 

Algo que he vuelto a experimentar en mis últimos peregrinajes a la capital, establecido el campo base en las alturas de una buhardilla frente a los remozados jardines de Galileo (hoy renombrado parque de José Luis Sampedro) de mi Chamberí secreto y que, puestos a respetar esa condición, no osaré desvelar aquí. Tan sólo apuntar el gozoso hallazgo de una pequeña joya (una más) medio escondida en un rincón de esos mismos jardines y que contiene la escultura en blanco (erigida sobre una larga y “oxidada” peana de palabras en homenaje al autor de La sonrisa etrusca) de una niña leyendo sentada en una pila de libros, desde donde irradiar en su torno la serenidad de una belleza muy pura y que, en su inocencia, tanto me recuerda a una broncínea adolescente valenciana conocida como La niña de las coletas con la que me suelo cruzar, aposentada como está frente al estanque de las Alameditas de Serranos, en mis recurrentes paseos por los Jardines del Turia.

Un tanto de lo mismo se repite casi sin querer cuando recorro los tantos e insospechados lugares que guardan para mí el secreto de sus propios recuerdos y que parezcan estar esperando ser descubiertos para renacer con cada nueva emoción. Ensueños del Sur, cuando saco a pasear mi corazón “partío” al alba blanca de Triana y me topo de sopetón contra ese prescindible monumento (Triana al Arte Flamenco) cuya alegoría parezca estar dirigiendo el tráfico desde su pedestal de la Plaza del Altozano, a la entrada misma de tan bella encrucijada. Nostalgia del mar, al otear el horizonte atlántico desde la gaditana Punta de San Felipe acompañado de una sensualísima musa desnuda (La diosa Gades) que, cual Penélope, dirige su mirada a la lejanía esperando el regreso de lo que nunca volverá. Elogio de la luz mediterránea frente a la bahía de Palma, entornos del Passeig Marítim, donde la sibila Nuredduna -más bella que una diosa- pena la mítica tristeza de un amor imposible… u otras tantas emociones dispersas entre un rosario de anónimos paseantes (caminantes, viajeros, transeúntes, peatones, viandantes, andariegos…) que guardan tras de sí más vida que todos esos millones de intercambiables turistas convertidos, ellos mismos, en sus propias estatuas.

Una respuesta a “Paseante

  1. azurea20 6 octubre, 2023 / 2:23 pm

    Estupenda reflexión acerca de los monumentos. La gente normal que conforma la sociedad y hace algo útil lo merece. Me a gustado
    Un saludo.

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