Gambito

En la vida, como en el ajedrez, las piezas mayores pueden volverse sobre sus pasos, pero los peones solo tienen un sentido de avance» (Juan Benet)

De tarde en tarde gusto de recomponer sobre el ajedrez heredado de mi padre alguna de sus partidas de campeonato provincial, cuyas anotadas planillas de bella caligrafía (en su original transcripción descriptiva o notación inglesa) aún conservo: blancas (P4D) peón cuatro dama; negras (P5D) peón cinco dama; blancas (P4AD) peón cuatro alfil dama… Sabido es que el gambito de dama (aparte la famosa miniserie) es una apertura solo apta para iniciados donde las blancas ofrendan su avanzada pieza en espera de lograr, si las negras aceptan el envite, una posterior ventaja posicional, algo que -dado el caso y visto lo visto- papá la solía gestionar a las mil maravillas. He de decir que hube heredado, además del tablero, el amor (más platónico que otra cosa) por esa enconada pero noble batalla sin sangre (como dijera el otro “la única manera civilizada de hacerle imposible la vida al prójimo”) pero no su talento ajedrecístico, qué le vamos a hacer.

Las cosas nunca son como empiezan, pues al filo de los siete años mi progenitor ya me había enseñado los rudimentos del ajedrez, incluidos los primeros tres o cuatro movimientos de algunas aperturas clásicas (la Ruy López, la Italiana…) y sus posibles defensas (la Francesa, la Siciliana, la Eslava…). Para aquel entonces eran armas más que suficientes con las que podría destruir casi sin querer (sin despeinarme apenas) a toda aquella panda de mequetrefes en pantalón corto que osaran interponerse en mi camino. La cosa duró lo que dura la inconsecuencia (uno de los pecados capitales del ajedrez y de la vida) y en cuanto me topé con un aplicado contrincante, uno de esos sabiondines que gastan gafas de pasta, recibí una lección que en aquel momento me dolió más que si ese inofensivo gafotas me hubiera arreado un público sopapo en toda la cara. Una lacerante sensación solo comparable a la que, años después, llegaría a sentir ¡ay! ante el desamor mostrado por aquella niña bellísima a la que tanto hube amado.

Estaba claro que, aun contando con la ventaja posicional de haber nacido en la cara buena del mundo, en el ajedrez y en la vida no siempre iba a llevar esa iniciativa que supone salir con blancas y en no pocas ocasiones tendría que ir a rebufo de los acontecimientos. Que se lo digan si no a los tantos peones nacidos en la cara mala (en “el lado oscuro” según aquella emotiva canción de Jarabe de Palo) obligados no ya solo a jugar siempre con negras, sino a tener que cumplir disciplinadamente su papel como soldados de infantería en un ejército extraño, con la esperanza puesta en la remota posibilidad de revelarse contra su destino y terminar coronándose en pieza mayor. Puestos a disimular, dados en suponer que la vida es sueño, disfrazamos de juego a este eterno duelo caballeresco preñado de arte y ciencia (más que deporte) donde, paradójicamente, no ha lugar el azar.

Lo cierto y verdad es que para cuando te quieres dar cuenta faltan piezas en el tablero y ya estás -con menos pelo- enredado en medio de una partida que no controlas del todo, consciente de las ocasiones perdidas por algunos deslices de juventud u otros tropiezos cometidos en pleno desarrollo. Así, aprisionados en ese escaqueado tablero de noches y días sin posible retorno, no quedan más narices que ponerse a jugar a la defensiva buscando el momento idóneo para encastillarse en un enroque protector, con la ilusión puesta en que -a partir de esa armada posición- llegue una nueva oportunidad de contraataque. Al tiempo, movimiento a movimiento, vamos planeando por lo bajini una estrategia que pueda conducirnos a un final ventajoso. Llegados a este punto y dicho lo dicho (sumado sea el inevitable azar en la ecuación del vivir) cabe pensar que si no estamos ante una evidente metáfora de nuestra propia vida, se le parece mucho.

Luego la historia dicta sus propias dinámicas y así, desde aquellos primeros autómatas de Torres Quevedo (principios del pasado siglo) pasando por el ordenador Deep Blue (finales de los noventa) que diera en vencer al formidable campeón mundial Garri Kaspárov, el juego ha seguido evolucionando en paralelo al conocimiento humano. La cosa no quedó -ni mucho menos- ahí y ahora, cuando en cualquier campeonato observas que hasta el más lerdo de los seguidores conoce al instante (dictada por la aplicación de su móvil) la mejor jugada estadísticamente comprobada entre miles, sientes -al menos yo- que algo importante se ha perdido por el camino. Una sensación, por cierto, muy parecida a cuando el “cuñao” de turno, móvil en mano, te va rectificando de forma inmisericorde todos y cada uno de los datos o alusiones que -alegre y confiado- vas dejando caer en una de esas desenfadadas charlas de café.

Resulta que algo parecido a eso ya lo habíamos podido entrever allá por finales de los sesenta (un año antes de la llegada del hombre a la luna) en una película de culto dirigida por el gran Stanley Kubrick (2001: A Space Odyssey) en la que (hace ahora veintitrés -virtuales- años) se disputó una partida de ajedrez a seiscientos millones de kilómetros de la tierra en la que la supercomputadora HAL 9000 se enfrentara a Frank Poole, uno de los astronautas. Llega un momento en que el ordenador de a bordo (todo un presagio de la inteligencia artificial por venir) parezca no fiarse de la capacidad humana para llevar a cabo con éxito la misión encomendada al Discovery en su viaje hacia Júpiter y, al final de la partida, pone a prueba la idoneidad de Frank. Así, una vez que éste mueve su torre a uno rey, la máquina -con voz pausada- le anuncia mate en dos: “Lo siento Frank, creo que se equivoca. Reina a alfil tres. Alfil come a reina. Caballo come alfil. Mate”. En definitiva, le tiende una engañosa triquiñuela -gambito mediante- que sentencia la partida, presagiando su oscuro final. Interpretaciones las hubo para todos los gustos, bien es verdad que el futuro ya pasado no precisa de profetas para su vaticinio.

Pero si hablamos de películas icónicas, la que se lleva la palma en esto del ajedrez es la opresiva alegoría existencialista que entraña El Séptimo Sello (Ingmar Bergman, 1956) metaforizada en ese hombre desengañado retando a la muerte en una partida con la que ganar tiempo para encontrar un algo que dé sentido a su vida, llegado ese punto en el que ya no hay gambito (engaño, astucia, zancadilla…) que valga. Con ello, el apesadumbrado caballero que regresa de las cruzadas solo piensa en alargar el plazo, no porque tema morir, sino por adquirir un cierto conocimiento antes del definitivo jaque mate.

Una respuesta a “Gambito

  1. azurea20 27 febrero, 2024 / 4:30 pm

    La vida es una partida de ajedrez o una partida de cartas. Un juego pero sí te equivocas las consecuencias son otras .
    Ahora estoy aprendiendo a jugar al ajedrez. Me gustan los juegos que requieren mucha concentración, cosa que no sé hacer en la vida😂😂😂😂

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