Femenil

«Las mujeres necesitamos la belleza para que los hombres nos amen, y la estupidez para que nosotras amemos a los hombres«(Coco Chanel)

¡Toma feminismo! En esa cita punto impertinente pero genial, la por entonces influyente Coco (aquel icono del estilo flapper de una nueva mujer surgida en los felices veinte que rompía con la encorsetada opulencia de la Belle Époque) no hacía sino expresar, de una forma tan clara como provocadora, esa paradójica contradicción cotidiana que ella misma acostumbraba ver reflejada en su espejo de Venus. Yo la entiendo -salvadas sean las diferencias de época o de sexo- pues es algo que, a la inversa, también nos puede suceder a nosotros (los hombres) ya que deambula, insidiosa, por entre esa abstrusa misoginia que viene en tentar a los feos. No es para nada mi caso (lo de la misoginia) pues, necesitando como necesitamos a las mujeres (al decir de Rubén Darío, sin la mujer la vida es pura prosa) el apurado trance de asumir tal supeditación a lo femenino (a lo Otro por excelencia) lleva a generar una cierta confusión en nuestra ancestral identidad macho. Bien que, desde aquél corto periodo dizque hedonista de nuestra afamada diseñadora han transcurrido ya cien años y, pongamos, cuatro generaciones de hombres y mujeres vividas con desigual fortuna.

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Plumeros

Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa se derrumbe, estará preocupado por el Universo. Habrá siempre una mujer tal que, aunque el Universo se derrumbe, estará preocupada por su casa ” (Ernesto Sábato, Uno y el Universo)

 Durante las prolongadas estancias en el estudio-despacho que se encuentra en la primera planta de la casa, testigo de mis lecturas, escrituras y elucubraciones varias, siempre tomo la precaución de tener a mano (atravesado al sobaquillo, bajo la axila izquierda) un plumero. Al menor indicio de que mi santa (esposa) se dispone a subir por las escaleras, agarro maquinalmente el utensilio por el mango y me pongo en modo automático a pasar distraído -como el que no quiere la cosa- el pompón por sobre la mesa, la biblioteca o las paredes, en un afectado gesto por aparentar ante sus ojos estar haciendo algo de provecho y así evitar su más que probable reproche. Con el tiempo le he ido cogiendo el tranquillo al asunto y hoy es el día en que, aún absorto por ver de desestructurar a un estructuralista o intentando estructurar a un desestructurado, simultánea e inadvertidamente le voy quitando las telarañas al techo. Seguir leyendo

Portazos

«Odio a los hombres que temen a la fuerza de las mujeres» (Anaïs Nin)

 Hace unos días acudí acompañado por mis chicas (la santa esposa y mi queridísima hija) al teatro Bellas Artes de Madrid para presenciar “La vuelta de Nora”, la obra más aplaudida de la temporada en Broadway, flamantemente convertida en una referencia del feminismo inteligente en los círculos más avisados de nuestra sociedad. Confesada secuela, en modo continuación, de la mítica obra de Henrik Ibsen “Casa de muñecas”, escrita hace la friolera de 140 años. El montaje actual comienza donde ésta terminaba, con una llamada a la misma puerta que Nora cerró de un portazo quince años atrás justo antes de que cayera el telón, abandonando de ese modo su casa, a su marido, sus hijos y su niñera en un último y desesperado intento por encontrarse a sí misma. Eso, para empezar o, por decirlo castizamente, para que te vayas con los soldados. Seguir leyendo

Mujeres

«Las mujeres constituyen el único grupo explotado en la historia que ha sido idealizado hasta la impotencia» (Erica Jong)

Cuando releí esta conocida cita, al poco de haber comenzado a redactar este post, sentí un estremecimiento de emoción (un escalofrío de placer intelectual) al constatar que alguien ya antes había extractado en poco más de una línea todo cuanto yo había estado intentado trasmitir en la parrafada que acababa de escribir, una entradilla de posicionamiento personal, y que rezaba y reza así: Es llegada la hora de liberarse de esa peripecia de la mujer en la rueda de la fortuna del mito, de ese enredo en la que ha sido interesadamente condenada a un papel tan vicario como visceral. Eva surgió de una costilla de Adán (si el Génesis lo hubiera escrito Séfora, la mujer de Moisés, habríamos leído “Al sexto día, Dios creó a Eva y desde sus entrañas surgió Adán”, un relato más consistente porque todos llegamos a este mundo atravesando a una mujer cuyo cuerpo, glorificado o satanizado, se ha convertido en una neurosis masculina en el arte y en la religión); Afrodita (diosa griega del amor, que representa el sexo y la fecundidad) emergió del mar al que habían arrojado los genitales de su padre Urano y, en el colmo de la obsesión patológica (como una forma de locura) surge el dogma de la virginidad inmaculada de la madre del Mesías. En definitiva, la mistificación sistemática como falseamiento por elevación que evita el reconocimiento de la realidad, la de una existencia que contempla cómo durante al menos 3.500 años (por no referirnos a los 40.000 de la historia del hombre actual) la mujer ha sido generalmente sometida, explotada, considerada como patrimonio del varón, objeto de placer o animal de carga. Seguir leyendo