Femenil

«Las mujeres necesitamos la belleza para que los hombres nos amen, y la estupidez para que nosotras amemos a los hombres«(Coco Chanel)

¡Toma feminismo! En esa cita punto impertinente pero genial, la por entonces influyente Coco (aquel icono del estilo flapper de una nueva mujer surgida en los felices veinte que rompía con la encorsetada opulencia de la Belle Époque) no hacía sino expresar, de una forma tan clara como provocadora, esa paradójica contradicción cotidiana que ella misma acostumbraba ver reflejada en su espejo de Venus. Yo la entiendo -salvadas sean las diferencias de época o de sexo- pues es algo que, a la inversa, también nos puede suceder a nosotros (los hombres) ya que deambula, insidiosa, por entre esa abstrusa misoginia que viene en tentar a los feos. No es para nada mi caso (lo de la misoginia) pues, necesitando como necesitamos a las mujeres (al decir de Rubén Darío, sin la mujer la vida es pura prosa) el apurado trance de asumir tal supeditación a lo femenino (a lo Otro por excelencia) lleva a generar una cierta confusión en nuestra ancestral identidad macho. Bien que, desde aquél corto periodo dizque hedonista de nuestra afamada diseñadora han transcurrido ya cien años y, pongamos, cuatro generaciones de hombres y mujeres vividas con desigual fortuna.

Casualmente -mientras escribo estas gansadas- a mi queridísima hija menor (que no pequeña, aun veinteañera) le da, al paso, por leer estas primeras líneas e, indulgente pero enfurruñada, me dirige sobre la marcha una enmienda a la totalidad, refutando en todos sus términos esa idea -para ella, insólita a más de trasnochada- de entender la relación hombre-mujer. La evidencia de sus propias experiencias personales (tan distintas a las mías) y sus razones de penúltima ola feminista me dejan con la cosa de que, estando como siempre he estado rodeado de mujeres, nunca hube llegado -ni por asomo- a comprender siquiera en parte la complejidad de esos tan sinuosos y cambiantes mundos compartidos. Pero este es mi propio blog, lugar donde vengo a verter las personales e intransferibles reflexiones (bien que subjetivas y seguramente injustas) poniendo en cuestión todo aquello que me rodea e inquieta y hoy le toca el turno a esa inatrapable noción de lo femenino o, lo que es lo mismo, de lo femenil. Con un par.

Llegados a este punto, cabe preguntarse qué es lo que ha acontecido en estas décadas de mi propia vida para que en el imaginario social hayamos pasado del culto ingenuo a una sensualísima Jane Birkin cantando de aquella forma eso de “Je t´aime, je t´aime / Oh oui, je t´aime…” como explosión de lo femenino a, pongamos por caso, volver la mirada al poder cautivante de una heroína tal que Lisberth Salander (la protagonista de la saga Millennium de Stieg Larsson). La pregunta, siendo en sí compleja, resulta fácil de responder: lo que nos ha pasado por encima ha sido el tren de la revolución de la mujer (y a saber cuántos vagones faltan todavía por atropellarnos) con la consiguiente evaporización de la función “nominal” del hombre (por decirlo a la manera del pesado de Lacan) o no solo nominal, añado yo. Despejado ese irreductible triángulo de las Bermudas lacaniano donde se anudan goce, deseo y amor (lo real, lo simbólico y lo imaginario) más allá del falo (o sea, más allá del viejo orden establecido) y desvinculado así lo femenino -ya para siempre- de aquella subordinación edípica, deja reconvertido al varón (y a su desafinado órgano) en una figura innecesaria o puramente instrumental, circunscrita a los avatares de lo contingente. Casi nada lo del ojo.

Verdad es que, siendo hijos de nuestra época, de una u otra forma estamos conectados a la subjetividad de cada momento y así hoy el concepto social del género (lo que antes era el sexo) queda difuminado por decreto en el totum revolutum de una libre autodeterminación a demanda. Un inabarcable abanico de identidades apremiadas desde las teorías queer, sin sitio para una heterosexualidad monda y lironda convertida así en caso clínico (mi requerido e incurable caso) por ser entendida ya desde Foucault y toda la trupe estructuralista como una patológica “construcción de poder a través del lenguaje”, sin anclaje en sustratos orgánicos y genéticos. Dejando claro mi total acuerdo con que, para el caso que nos ocupa, cada cual pueda hacer de su capa un sayo, lo que ya no gusta tanto es que esta turbamulta de nuevos profetas de la interseccionalidad termine imponiendo al hoy mayormente inofensivo macho ibérico (rama carpetovetónica a la que, a mucha honra, voluntariamente me adscribo) terapias administrativas de abordaje de su masculinidad, cual ejercicios espirituales a impartir por ejércitos de burócratas armados con tijeras de podar esquejes de macho. Supuesto bálsamo de Fierabrás con el que reprimir los impulsos de su propia naturaleza, los mismos que nos encaminan por los disgregadores caminos del deseo (los únicos junto a los “síntomas” que según Freud “no hacen “masa”, es decir, nos singularizan) y que una vez sublimados, al contrario que en la citada saga Millennium, nos llevan a amar a las mujeres. Cosa bien distinta será abordar (vía código penal) la violencia de ciertos trogloditas que, indudablemente, haberlos ahílos; asunto peliagudo cuya gestión transversal corresponderá atender en otra ventanilla aparte.

Como vengo diciendo, este no es un blog de psicoanálisis u otras terapias al uso ni nada que se le parezca, sino más bien un cuaderno de bitácora para náufragos razonadamente sentimental (o sentimentalmente razonado) y un tanto lírico. Así, por un decir, en los años noventa (anteayer) todos éramos y nos sentíamos feministas, era imposible no estar de acuerdo con aquellos tan necesarios y democráticos postulados de equivalencia existencial entre mujeres y hombres en nuestras colectividades. Hoy, el feminismo belicoso con ánimos de revancha (triunfante justo en las escasas sociedades donde ya reinaba la igualdad jurídica) ha cambiado los términos de la ecuación desde que una así declarada guerra de los sexos se trasladó al espacio público y la subsiguiente batalla política terminó inmiscuyéndose en el ámbito de lo privado. La posterior satanización del hombre por el mero hecho de serlo, la promoción imparable de desigualdades en nombre de la igualdad o la inclusión de ese batiburrillo supuestamente redentor donde todo suma para el convento (veganismos, anticapitalismos, anarquismos, animalismos, independentismos, neocomunismos… y otros tantos ismos) ha generado tal grado de confusión al personal de a pie que corremos el riesgo cierto de perder de vista aquella genuina finalidad verdaderamente mollar del feminismo: la igualdad reconocida y reconocible de hombres y mujeres, incluyendo si se quiere todas sus variaciones habidas o por haber (siempre, claro está, que no terminen convirtiéndose en obligatorias).

Al final no estoy seguro de que haya hablado ni pueda hablarse con propiedad del tema que nos ocupa, pues en la conciencia de los hombres (al menos en la mía) aún sobrevuela aquel esencialismo idealizado del así llamado “eterno femenino” (el das ewig-weibliche introducido por Goethe al final de su obra) ese “mito estático” (al decir de Simone de Beauvoir) que, desde la Afrodita de Praxíteles pasando por todas las Venus u otras esculpidas diosas, la mayoría de los mortales nos hemos afanado en inventar, porque no existen. Estos días, como una forma de desintoxicación de las historias para no dormir de tanto fantasma como hoy pulula en nuestras sociedades, estoy acabando de leer Nuestro cuerpo (Ediciones Destino, 2023) del conocido paleontólogo Juan Luis Arsuaga, un libro que desgrana los siete millones de años de evolución de la anatomía humana. Debo decir que sus páginas están sirviendo para reconciliarme amigablemente con la tan jubilosa realidad de nuestros propios cuerpos gloriosos, no digamos ya el de la mujer, cuando me entero de que hace poco hubo fallecido nuestra querida Jane Birkin. Un pellizco en el corazón me lleva a sospechar ¡ay! que con ella se va una de las musas de nuestro engastado imaginario femenil, si no una buena parte de nosotros mismos.

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