“En la naturaleza no hay recompensas ni castigos, hay consecuencias” (Bob Ingersoll)
Como casi todas las mañanas, recorro la senda que discurre por un renaturalizado parque fluvial entre el que fuera río de mi infancia y una carretera que circunvala los límites de la ciudad. Desde la aliseda que bordea la rivera llegan los trinos del jilguero europeo venido de paso en su otoñal tránsito migratorio, canto interferido por el zumbido sordo proveniente del otro lado de la calzada. Así, mientras por una oreja me entran los sonidos puros de la naturaleza por la otra se filtra -atenuado por los taludes- el ruido de fondo del desarrollismo humano. Vibraciones, unas y otras, transformadas por el oído interno en impulsos eléctricos que convergen en el nervio auditivo hasta llegar a mi cerebro que -titubeante- busca mantener el equilibrio.
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