Equilibrio

En la naturaleza no hay recompensas ni castigos, hay consecuencias” (Bob Ingersoll)

Como casi todas las mañanas, recorro la senda que discurre por un renaturalizado parque fluvial entre el que fuera río de mi infancia y una carretera que circunvala los límites de la ciudad. Desde la aliseda que bordea la rivera llegan los trinos del jilguero europeo venido de paso en su otoñal tránsito migratorio, canto interferido por el zumbido sordo proveniente del otro lado de la calzada. Así, mientras por una oreja me entran los sonidos puros de la naturaleza por la otra se filtra -atenuado por los taludes- el ruido de fondo del desarrollismo humano. Vibraciones, unas y otras, transformadas por el oído interno en impulsos eléctricos que convergen en el nervio auditivo hasta llegar a mi cerebro que -titubeante- busca mantener el equilibrio.

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Frontera

La ciencia es una ecuación diferencial, la religión es una condición de frontera” (Alan Turing)

Tengo ya por tradición la costumbre de pasar unos días por el Alto Guadalquivir jienense y sus alrededores: comarcas de La Loma, Las Villas, Sierras de Segura y de Cazorla, Sierra Mágina o Sierra Sur… Espacios más o menos protegidos que componen ese otro sur interior que adoro y que en tiempos (buena parte del siglo XIII y toda la Baja Edad Media, hasta aquel último suspiro de Boabdil el Chico) fueran tierras rayanas con el menguante reino nazarí de Granada. Lugares fronterizos en los que, aparte la tez aceitunada de sus (cautivadoras) mujeres o las torres y castillos de tan sonora toponimia (Sorihuela del Guadalimar, Albahar, Jarafe, Burgalimar, Matabejid, Iznatoraf, Bedmar…) sustentan en sí las huellas de esa permeada mixtura que el suave solano de sureste ha venido depositando sobre la agreste y depurada quietud de sus paisajes.

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Cuenqueando

 Cuenca, toda de plata,
quiere en ti verse desnuda,
y se estira, de puntillas,
sobre sus treinta columnas.
No pienses tanto en tus bodas,
no pienses, agua del Júcar,
que de tan verde te añilas,
te amoratas y te azulas.

(Gerardo Diego. Romance del Júcar, fragmento) 

Y el poeta prosigue advirtiendo a esas aguas del río tan verdes (verdes ojos, verdes lunas) que aún es pronto para soñar “tan niña” con mediterráneas nupcias: No te pintes ya tan pronto / colores que no son tuyas. / Tus labios sabrán a sal, / tus pechos sabrán a azúcar / cuando de tan verde, verde, / ¿dónde corpiños y lunas, / pinos, álamos y torres / y sueños del alto Júcar? 

Al igual que el Júcar, antes de seguir mi viaje vacacional hasta desembocar en las recurrentes costas de la cuenca mediterránea, me detengo en la gentil y abstracta Cuenca para así emboscarme unos días “cuenqueando” por entre sus hoces y serranías. Al llegar, la tarde va posando su luz de oro viejo sobre las altas fachadas de un barrio de San Miguel que trepa siguiendo el perfil de la hoz y donde, bajo el paseo del parque fluvial, es dado entrever “gerardianamente” cómo esas aguas-niña se pintan de un aguamarina azul verdoso que transmuta a turquesa verde azulado en el rubor temprano de un río núbil que se asoma a las espumas del soñar para, de tan evocador modo, anticipar el mar.

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