Esencias

La sabiduría de la vida consiste en eliminar todo lo que no es esencial” (Ling Yutang)

Aun viniendo como venimos de un heredado existencialismo desde Kierkegaard, pasando por Nietzsche, Heidegger… hasta Sartre (éste ya con todo el siglo colgando a su espalda) donde la existencia precede a la esencia, en ocasiones -bien que de tarde en tarde- nos sorprendemos rebuscando en nuestro interior esa sentida esencia de nosotros mismos, a la que intuimos enredada por entre las hélices del genoma u oculta tras las enrevesadas cavidades que forman los surcos del cerebro. Algo que para Kierkegaard no sería sino la voluntad latente por encontrar una personal y subjetiva “vocación” vital (el mayor o más alto bien del individuo y, según él, único modo posible con el que justificar la propia existencia) o, para Sartre, ni eso. Por contra, lo que nos vino a decir el chino (Ling Yutang) es que en la vida debes primero distinguir (para luego desarrollar, en plan monocultivo) esa íntima y personal querencia, evitando perder tu tiempo cogiendo tan sustancial rábano por las hojas contingentes de lo trivial.

Seguramente unos y otros tengan su parte de razón, aunque se nota a la legua que son pensadores venidos del frío. Si semejantes digresiones te pillan como ahora a mi, cómodamente repantingado en una terraza-bar frente al mar, dando cuenta de una ración de gambas a la plancha bajo el sol templado del otoño mediterráneo, lo esencial y lo existencial se funden formando un todo en la boca del paladar, disueltos en ese aire brumoso y salino (perfumado de mar) traído por la brisa que respiras entremezclado con el delicado y dulce aroma del marisco rojo. Lo sustancial y lo incidental, todo en uno, quedan así absorbidos en tu ser a través de los sentidos sin molestarse apenas en pasar por el cerebro. O sea.

Puestos a decir, bien que paradójicamente, siempre he envidiado -de envidia sana, creo- a esas personas privilegiadas que pueden dedicar su vida de forma y manera plenas a lo que les obsesiona, ya sean científicos (médicos, ingenieros, astrónomos, físicos…) o sean creadores (pintores, músicos, escritores… e incluso cineastas). Ejemplos hay de sobra, el penúltimo lo hube escuchado hace poco en una entrevista radiofónica con nuestra biofísica Eva Nogales (llegada de un brinco desde Colmenar Viejo a la Universidad de California y que me recordó el salto que en su día diera David Bustamante, éste del andamio al triunfo) a la que le acababan de dar uno de los más importantes premios mundiales de Ciencias en su especialidad, a un paso del Nobel. Las investigaciones a las que dedica su vida tratan sobre la comprensión de la estructura atómica de las proteínas que leen el ADN, pero oyéndola hablar con su dulce voz de adolescente -aun a pesar de sus cincuenta y muchos años- te hace parecer que ello fuera fácil, aparte de transmitir esa plácida felicidad de los que saben a ciencia cierta para qué diantre han venido a este mundo. Lo del Bustamante es otra cosa, metáfora de la nueva -tan vieja- fórmula posmoderna del triunfo obtenido mediante un sobrevenido salto a la fama ¡Ale-Hop!

Al resto del común de los mortales no nos queda otra que perseverar en el empeño, escudriñando entre la ganga de la vida por tratar de descubrir (golpe a golpe, verso a verso) esa mena esencial donde aflorar las vetas de belleza que se esconden tras la apariencia vulgar de lo cotidiano. Eso mismo o algo parecido (visto con los ojos de otra generación, otras circunstancias, otros convencimientos… poco importa) lo vienen sugiriendo muchas voces distintas. Lo encontramos, un suponer, entre los poemas rapeados desde el amor y la rabia por la joven -tristemente desaparecida- Gata Cattana, en aquellos versos amargos y bellos de Como aman los pobres: “…Por eso han aprendido a cultivar flores / y a cantar bien sus penas / y han inventado las mejores obras / y los mejores instrumentos. / Por eso entienden de arte y saben / encontrarlo donde lo haya, / aunque no lo haya. / (que siempre lo hay)…” y por ahí todo seguido, en esa búsqueda -a la vez lúcida e ingenua- por ir generando en nosotros mismos un cumplido rosario de momentos felices que nos haga sentir que la vida merece la pena ser vivida.

Bien es verdad que tiene que haber gente para todo, de hecho la hay. Mi curiosidad morbosa (acentuada por lo acertado del diseño de su portada) me lleva a leer un libro relacionado con el tema (Esencialismo. Greg McKeown. Debolsillo, 2022) de esos que no acostumbro. Anunciado como superventas por The New York Times y clasificable (su subtítulo español “Logra el máximo de resultados con el mínimo esfuerzo” lo delata) en el apartado de autoayuda y crecimiento personal, compartiendo estantería con los santones de la espiritualidad u otros tantos charlatanes. Bien que detestando como detesto esta especie invasora de pseudociencia anglosajona, he de confesar  que de todo se aprende y con el amigo Greg he aprendido que entre esa ingente tropa de gurús posmodernos también hay clases. El nota (un listo) viene a desarrollar en formato de manual de instrucciones (como los que llevan los electrodomésticos) el camino de conversión a su denominado “esencialismo” que, explicado por lo corto, vendría a ser una especie de filosofía vital para esencialistas (ellos, concentrados en lo importante) transitando una sociedad mayoritariamente no esencialista (nosotros, dispersos entre banalidades) y que parte de una idea que, por sencilla o repetida, no deja de ser sugerente: la de que vivimos en un mundo lleno de ruido en el cual casi todo a nuestro alrededor es trivial (cosa cierta) y para triunfar en la vida (a la manera anglo) hay que centrarse en las pocas cosas que resultan realmente valiosas para cada individuo. Muestra el camino de perfección, una vez definido lo esencial para cada cual, estructurado en tres actos: Explora, distinguiendo las muchas cosas triviales de las pocas vitales, Elimina  lo que estorba y, por último, Ejecuta tu plan sistemáticamente con el menor esfuerzo posible, así de fácil. Pero eso mismo ya nos lo había dicho el chino Ling en una línea, en cita compartida con la elegida por el autor para iniciar su libro.

Por pura chiripa (ahora a estas carambolas le llaman serendipia) tropiezo con otra publicación del mismo pelo titulada Melasudismo que se acababa de publicar y que tan sospechosamente suena a versión carpetovetónica del panfleto anterior y, lo que es peor, acometida (según se anuncia) desde una perspectiva coloquial tirando a subversiva. Por el subtítulo parece que trata de responder a la pregunta ¿Por qué te tomas la vida en serio? y que luego desarrolla en nueve píldoras. Espero que el autor perdone mis prejuicios, pero imagino otro manual de estoicismo, budismo, taoísmo… en un batiburrillo pasado por la batidora posmodernista para retroalimentar incautos, por lo que me niego a leerlo. Así, ya concentrado en lo importante (como los esencialistas fetén del libro) siento que el aperitivo me ha abierto el apetito y a mi manera (mezclando tierra y cielo, presencia y esencia) pregunto a mi acompañante y santa esposa si le apetecería tomar algo para así seguir rellenando el vacío existencial: Marijose ¿pedimos algo más para seguir rellenando nuestro vacío existencial? Aunque está acostumbrada a escucharme esas y otras absurdeces todavía más gordas, hace un gesto de extrañeza y arruga la nariz como preguntando ¿qué dices? Sin más dilación llamo a la camarera ¡Marchando una paella para dos!

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