Guadaíra

El que no conoce su camino hacia el mar debe tomar un río como guía” (Blais Pascal)

Conocí un Guadaira sin la tilde ortográfica, en cambio con la fonética sí que lo había escuchado en Sevilla en boca de unas ninfas de Alcalá que, al hablar de su río, lo acentuaban con un “acento” arrebatador (como en el anuncio de las cervezas) entonado con la musicalidad de ese bisbiseo sevillano que te desarma. Ha pasado mucho tiempo pero aún recuerdo el pasmo que me produjo toparme con aquellas dos náyades personificadas (en carne mortal) comiendo en el restaurante de un edificio de oficinas junto a la facultad de Empresariales. Al reparar en lo desmedido e inaudito de su belleza por poco no me da un síncope, nunca hubiera imaginado que alguien de mi misma especie tornase en Águila, que así era como se hacía llamar una de aquellas extraterrestres, cuyo real rostro más pareciese divino que humano. 

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Amantes

“Murieron como vivieron / y, como cuando vivían,/ uno por otro moría / uno por otro murieron”

(Juan de Tassis y Peralta, II conde de Villamediana.1582-1622)

Los amantes murieron de amor hace la friolera de ocho siglos pero, a poco que arrimas el olfato por entre los claustros y torres de ese entorno mudéjar, sientes que la iglesia-fortaleza de San Pedro de Teruel que los cobija aún retiene en los poros de su arquitectura -más allá del mausoleo- la penetrante fuerza de un ensueño. No otro que ese recurrente paseo por el amor y la muerte que, independientemente de las vestiduras de cada época, todos damos en transitar y que aquí resurge sublimado bajo los posos que el tiempo ha ido depositando a su paso. La dolida belleza, al fin, de unos cuerpos que son ya los nuestros, donde reposan todos los anhelos que vinimos a despertar en esta vida y que, una vez vivida, más parezca haberla soñado.

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Gambito

En la vida, como en el ajedrez, las piezas mayores pueden volverse sobre sus pasos, pero los peones solo tienen un sentido de avance» (Juan Benet)

De tarde en tarde gusto de recomponer sobre el ajedrez heredado de mi padre alguna de sus partidas de campeonato provincial, cuyas anotadas planillas de bella caligrafía (en su original transcripción descriptiva o notación inglesa) aún conservo: blancas (P4D) peón cuatro dama; negras (P5D) peón cinco dama; blancas (P4AD) peón cuatro alfil dama… Sabido es que el gambito de dama (aparte la famosa miniserie) es una apertura solo apta para iniciados donde las blancas ofrendan su avanzada pieza en espera de lograr, si las negras aceptan el envite, una posterior ventaja posicional, algo que -dado el caso y visto lo visto- papá la solía gestionar a las mil maravillas. He de decir que hube heredado, además del tablero, el amor (más platónico que otra cosa) por esa enconada pero noble batalla sin sangre (como dijera el otro “la única manera civilizada de hacerle imposible la vida al prójimo”) pero no su talento ajedrecístico, qué le vamos a hacer.

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Esencias

La sabiduría de la vida consiste en eliminar todo lo que no es esencial” (Ling Yutang)

Aun viniendo como venimos de un heredado existencialismo desde Kierkegaard, pasando por Nietzsche, Heidegger… hasta Sartre (éste ya con todo el siglo colgando a su espalda) donde la existencia precede a la esencia, en ocasiones -bien que de tarde en tarde- nos sorprendemos rebuscando en nuestro interior esa sentida esencia de nosotros mismos, a la que intuimos enredada por entre las hélices del genoma u oculta tras las enrevesadas cavidades que forman los surcos del cerebro. Algo que para Kierkegaard no sería sino la voluntad latente por encontrar una personal y subjetiva “vocación” vital (el mayor o más alto bien del individuo y, según él, único modo posible con el que justificar la propia existencia) o, para Sartre, ni eso. Por contra, lo que nos vino a decir el chino (Ling Yutang) es que en la vida debes primero distinguir (para luego desarrollar, en plan monocultivo) esa íntima y personal querencia, evitando perder tu tiempo cogiendo tan sustancial rábano por las hojas contingentes de lo trivial.

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Degenerando

«La progresiva degeneración de la especie humana se percibe claramente en que cada vez nos engañan personas con menos talento» (Charles Darwin)

Como preludio para introducir esta decepción galopante que nos invade (ese aire de desencanto que se viene respirando en el ambiente estos últimos lustros) sirva aquella archiconocida anécdota de Juan Belmonte cuando -recién acabada la Guerra Civil- le preguntaran cómo era posible que un banderillero de su cuadrilla hubiera pasado de rehiletero a gobernador civil y el torero, imperturbable, respondiera con su lacónica y trastabillada tartamudez: “De… de… degenerando”. Aparte el tartajeo, no cabe decir más con menos. Ante el balbuceante panorama (social, político, económico, cultural, moral…) que se nos dibuja en este nuevo orden del mundo mundial, hoy dominado -tal como ocurriera en la antedicha anécdota taurina- por sobrevenidos subalternos presidiendo festejos con picadores, nunca sabremos -aunque lo podamos intuir- qué otro preciso gerundio nos vendría a regalar aquel “Pasmo de Triana” de tan culta y atónita mirada para así, como el que no quiere la cosa, dejar rematada la faena sin despeinarse.

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Equilibrio

En la naturaleza no hay recompensas ni castigos, hay consecuencias” (Bob Ingersoll)

Como casi todas las mañanas, recorro la senda que discurre por un renaturalizado parque fluvial entre el que fuera río de mi infancia y una carretera que circunvala los límites de la ciudad. Desde la aliseda que bordea la rivera llegan los trinos del jilguero europeo venido de paso en su otoñal tránsito migratorio, canto interferido por el zumbido sordo proveniente del otro lado de la calzada. Así, mientras por una oreja me entran los sonidos puros de la naturaleza por la otra se filtra -atenuado por los taludes- el ruido de fondo del desarrollismo humano. Vibraciones, unas y otras, transformadas por el oído interno en impulsos eléctricos que convergen en el nervio auditivo hasta llegar a mi cerebro que -titubeante- busca mantener el equilibrio.

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Cómplices

Tenemos un dólar y noventa y ocho centavos ¡y te estás riendo!” (Clyde Barrow -Warren Beatty- a Bonnie Parker -Faye Dunaway- en la película Bonnie & Clyde. Arthur Penn, 1967)

Contemplo una foto -que más parezca un fotograma- con los rostros sonrientes de una pareja madura mirándose a los ojos en la que ella, más joven, mantiene ese gesto de niña rozando la adolescencia que en algunas ocasiones vemos posarse -como un pájaro- en el semblante risueño de algunas mujeres muy guapas. La escena me recuerda aquel hermoso arranque de Los enamoramientos (Javier Marías. Alfaguara, 2011) donde la protagonista observa con discreción cada mañana a una pareja de desconocidos que desayunan en esa misma cafetería y que, a sus ojos, desprenden una complicidad que viene a encarnar la fábula de la felicidad conyugal. Secuencia convertida para ella en un incitante espectáculo diario que le vivifica antes de dirigirse a su tedioso trabajo en una editorial. Luego en la novela -como en la vida- las cosas se complican, pero esa ya es otra historia.

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Paseante

El hombre se alza por encima de todos los demás animales únicamente porque sabe caminar sin rumbo” (Louis Huart. Fisiología del flâneur, 1841)

En el centro de la ciudad prevalece (erigida en medio de aquellos angustiosos años de plomo de los ochenta que hoy parezcan olvidados o, lo que es peor, blanqueados) una escultura muy popular que representa a un enjuto caminante de tres metros y medio (El caminante. Juanjo Eguizábal, 1985) deudora innegable de la icónica El hombre que camina de Giacometti. En su momento (años sesenta) la anoréxica figura del suizo nos vino a transmitir la sólida e inquebrantable determinación humana emergida desde la fragilidad de un cuerpo surreal, más que surrealista, reducido a lo mínimo que se despacha en hombre. En cambio, la que hay en “mi pueblo” refleja -con similar hechura formal, pero expresada desde la agresividad de aquella estética punk propia de la época- la rabia contenida de un inadaptado social que, desafiante, camina con la mirada fija y los puños cerrados hacia su propia autodestrucción. Luego, con la confusión de la posmodernidad, el marketing turístico y toda esa perfomance de juego floral lo ha venido a resignificar, cuando no en un despreocupado paseante, en algo así como un emblema municipal del viajero o turista que, embelesado, se enamora de la ciudad.

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Ficciones

«Todo aquí es ficticio, excepto el escenario. Nadie podría inventarse una ciudad como Sevilla» (Arturo Pérez-Reverte. La piel del tambor, Preámbulo)

Tengo por costumbre pasar unos días al año en Sevilla, la ciudad más bella del mundo que fuera la de mi juventud y que hoy se ve atravesada por ristras de forasteros en patinete eléctrico sorteando transeúntes tras la estela de guías más o menos acreditados que portan, cual estandarte, un megáfono de bocina. Subimos a desayunar a una de esas turísticas azoteas-bar protegidas con toldos de vela y vistas a una Catedral circunvalada por interminables colas de visitantes. La altiva Giralda nos viene a esconder su cara norte con una andamiada de obra desde la que rescatar a la luz de los infieles las trazas coloreadas en almagra u otros restos de su original decoración almohade. Frente a tan espléndida panorámica, nos endilgan a precio de producto gourmet un desayuno (dizque) internacional, a elegir: café expreso en taza pequeña o té, tostadas de molde o cruasán a la plancha y mermelada o mantequilla en porciones monodosis. Ante tamaña herejía asalta mi memoria el recuerdo de aquellos felices años en los que cual sevillano de pro, aun foráneo, siempre hube desayunado en los bares: ese café-café en vaso largo, esas tostadas enteras de mollete alcalareño, ese aceite picual de cosecha temprana vertido a discreción, ese tomate palaciego (entiéndase, de Los Palacios) rayado en su textura justa, esas cumplidas lonchas de jamón pata negra… Una tradición local que si por mí fuera hace ya tiempo que hubiese estado declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad como mismamente lo está el silbo gomero, qué menos.

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Femenil

«Las mujeres necesitamos la belleza para que los hombres nos amen, y la estupidez para que nosotras amemos a los hombres«(Coco Chanel)

¡Toma feminismo! En esa cita punto impertinente pero genial, la por entonces influyente Coco (aquel icono del estilo flapper de una nueva mujer surgida en los felices veinte que rompía con la encorsetada opulencia de la Belle Époque) no hacía sino expresar, de una forma tan clara como provocadora, esa paradójica contradicción cotidiana que ella misma acostumbraba ver reflejada en su espejo de Venus. Yo la entiendo -salvadas sean las diferencias de época o de sexo- pues es algo que, a la inversa, también nos puede suceder a nosotros (los hombres) ya que deambula, insidiosa, por entre esa abstrusa misoginia que viene en tentar a los feos. No es para nada mi caso (lo de la misoginia) pues, necesitando como necesitamos a las mujeres (al decir de Rubén Darío, sin la mujer la vida es pura prosa) el apurado trance de asumir tal supeditación a lo femenino (a lo Otro por excelencia) lleva a generar una cierta confusión en nuestra ancestral identidad macho. Bien que, desde aquél corto periodo dizque hedonista de nuestra afamada diseñadora han transcurrido ya cien años y, pongamos, cuatro generaciones de hombres y mujeres vividas con desigual fortuna.

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