Ficciones

«Todo aquí es ficticio, excepto el escenario. Nadie podría inventarse una ciudad como Sevilla» (Arturo Pérez-Reverte. La piel del tambor, Preámbulo)

Tengo por costumbre pasar unos días al año en Sevilla, la ciudad más bella del mundo que fuera la de mi juventud y que hoy se ve atravesada por ristras de forasteros en patinete eléctrico sorteando transeúntes tras la estela de guías más o menos acreditados que portan, cual estandarte, un megáfono de bocina. Subimos a desayunar a una de esas turísticas azoteas-bar protegidas con toldos de vela y vistas a una Catedral circunvalada por interminables colas de visitantes. La altiva Giralda nos viene a esconder su cara norte con una andamiada de obra desde la que rescatar a la luz de los infieles las trazas coloreadas en almagra u otros restos de su original decoración almohade. Frente a tan espléndida panorámica, nos endilgan a precio de producto gourmet un desayuno (dizque) internacional, a elegir: café expreso en taza pequeña o té, tostadas de molde o cruasán a la plancha y mermelada o mantequilla en porciones monodosis. Ante tamaña herejía asalta mi memoria el recuerdo de aquellos felices años en los que cual sevillano de pro, aun foráneo, siempre hube desayunado en los bares: ese café-café en vaso largo, esas tostadas enteras de mollete alcalareño, ese aceite picual de cosecha temprana vertido a discreción, ese tomate palaciego (entiéndase, de Los Palacios) rayado en su textura justa, esas cumplidas lonchas de jamón pata negra… Una tradición local que si por mí fuera hace ya tiempo que hubiese estado declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad como mismamente lo está el silbo gomero, qué menos.

Seguir leyendo