Canaria`s

Por doquiera que el hombre vaya, lleva consigo su novela” (Benito Pérez Galdós)

Si Homero levantara la cabeza y viera que Hermes -el que fuera heraldo de los dioses- es un bolso, si no una corbata, pensaría que para ese viaje no merecía la pena haber escrito La Odisa ni enviado a Ulises a semejante periplo donde toparse con la furia de Poseidón y llegar al Averno a través de las míticas islas de Calipso, de Eolo, de los Lestrigones o de Circe hasta volver a Ítaca, su patria, con la enamorada Penélope. Hoy soy yo, un simple mortal, el que de nuevo se dirige a esas islas afortunadas aerotransportado sobre un Atlántico que ya nada tiene que ver con aquella travesía a lo desconocido -allende las columnas de Hércules- rumbo a esos míticos lugares australes hacia donde hubo de navegar nuestro héroe. Valga como ejemplo de esta regresión anunciada el que, para este viaje nada iniciático, vengo calzado nada menos que por Nike, la alada diosa griega de la Victoria ¿podremos caer más bajo?

Instalados en Las Palmas, desde el ventanal del hotel puedo ver ese “Puerto de Gran Canaria sobre el sonoro Atlántico” del que versara el modernista Tomás Morales en uno de sus muchos y arrebatados poemas al mar, su mar. Han pasado cien años desde entonces y eso se nota, ahora lo sonoro no es el mar sino el tráfico de las avenidas, restado así una buena parte de aquel original lirismo que tan secretamente acompañara al joven poeta moyense. Es precisamente el entorno de las piscinas naturales de la costa grancanaria de Moya -el cristalino charco de San Lorenzo- testigo de nuestro primer y relajante baño sin olas ni turistas en las inmediaciones, sí acompañados por una dicharachera parentela de nutridas familias canarionas haciendo picnic en las rocas. No lejos de allí paramos para comer, dominios de San Felipe, oportunamente aconsejados por el buen hacer de la entrañable dueña de un bar de paso -cuyo nombre no recuerdo ahora, pero sí su persona y exquisito trato- en cuya conversación no falta ese pronombre “ustedes” tan elegantemente pronunciado como segunda persona del plural y que tanto me recuerda al habla de aquella Sevilla ¡ay! de mi ya lejana juventud.

Del tirón nos plantamos en Agaete a degustar uno de esos cafés exóticos (arábicos) con mucho cuerpo que, aun apartados de sus naturales límites tropicales, prosperan en este valle. Lo tomamos bajo la generosa y dulce sombra de unos almácigos centenarios de gran porte en la misma esquina del bar El Perola (en la actual Plaza de la Constitución) servido por el impar Pepe el Perola; un paisaje y un paisanaje que, a poco que dejes volar la imaginación, más parezca que nos encontrásemos en una de esas licorerías tradicionales incrustadas en el corazón de la Plaza Vieja de La Habana. Desde allí nos dirigimos por los Berrazales, valle arriba, hacia un antiguo y hoy desvencijado balneario del mismo nombre en un entorno salpicado de palmeras (donde, en su día, Agatha Christie localizara alguno de sus misteriosos relatos) y, entre salvias y retamas, llegar hasta un mirador con dobles vistas más o menos antagónicas. Mirando hacia abajo -en plano picado- observamos el paisaje agrario de un valle con algunos restos de lo que en tiempo fuera un bosque termófilo (sabinas, lentiscos… y todo eso) mas, si giramos la cabeza para mirar arriba -en plano contrapicado- podemos ver a lo lejos los altos pinares de Tamadaba, no acertando a distinguir retazos de la original e improbable laurisilva. No hago fotos, prefiero mantener en el recuerdo mi particular imagen literaria y subjetiva -lírica- de las cosas.

Es lunes y toca poner rumbo sureste por el corredor de la concurrida autopista en la que -dicho sea de paso- toda vez que la transito atisbo con pesar las tantas zonas abandonadas que la circundan, tal que vertederos de ruinas y derribos industriales o agrícolas, donde se observan desperdigados multitud de enseres, plásticos y otros residuos. Dejado atrás ese regusto amargo nos encaminamos hacia la caldera de Las Tirajanas, gráfica y acertadamente descrita como “la tierra desgarrada por un barranco” por el antropólogo Dominik J. Wölfel a cuenta de sus investigaciones sobre etnografía canaria. A medida que avanzamos en la subida el panorama va transmutando hacia el gozo de lo verde, hasta dar con la segregada Santa Lucía de Tirajana donde aparcamos junto a una ecléctica y bellísima Iglesia de planta basilical, edificada sobre un promontorio de cuidados jardines que le sirven de zócalo y que por su ubicación, escala, limpieza formal, armonía, luminosidad… se encuentra, a mi entender, entre lo mejorcito de la arquitectura religiosa de esta isla. Comemos allí cerca y seguimos subiendo, caldera arriba, hasta la villa de Tunte en San Bartolomé (de Tirajana, cómo no) desde cuyas alturas se llega a contemplar en toda su extensión la famosa Hoya, para terminar la travesía volviendo por el barranco de Fataga (a la inversa de como lo hace una sorprendente e inesperada ruta jacobea canaria) y así, asomados al mirador astronómico de La Degollada, poder observar a la contra la panorámica de un barranco recientemente declarado con toda la razón paisaje protegido… y ya! Dejo aquí la monserga, pues si persevero en este hilo corro el riesgo de terminar redactando una guía turística municipal, en lugar de la pretendida y emotiva expresión de una vívida (y vivida) experiencia personal e intransferible.

Vuelta a Las Palmas, una ciudad decididamente sobrepasada por un urbanismo que muestra las profundas huellas -más bien las heridas- de sus sucesivas y desordenadas oleadas desarrollistas, basadas en un crecimiento desbordante del turismo. Un sector que ha venido irrumpiendo sin orden ni mayor miramiento (como  en casi todas nuestras costas) sobre una sociedad, hasta ese momento, eminentemente agrícola. He de decir que adoro viajar, al tiempo que vengo en detestar los recurrentes convencionalismos turísticos, así y todo la semana se presenta playera y me predispongo para disfrutar siguiendo los designios de ese ondulante signo de las olas. No sé cómo describir nuestros días de playa en Las Canteras ¿existirá, aparte de mí, algún despistado que aún no se haya enterado de que en el norte de la isla -o sea, aquí- durante los veranos apenas si se deja ver el sol? Y gracias, pues si no llega a ser por la humedad proveniente de ese otro mar de nubes que arrastran estos vientos alisios y atrapan las altas cumbres, las “islas afortunadas” pasarían a engrosar esa ya larga lista de desiertos subtropicales. Para el caso y por personal fortuna, la verdad verdadera es que hace ya tiempo que el turismo de turoperadoras ha migrado en bloque al radiante y semidesértico sur (Maspalomas y todo esa pesca) dejando el norte para nativos o aborígenes y asociados, como yo.

Ya es viernes y toca excursión con Miguel, mi hijo a más de mi flamante editor. Se repite el desplazamiento por la aludida autopista hasta llegar a esas urbanizaciones para “gente guapa” (o fea con dinero) de Costa Meloneras y luego, pasado Arguineguín, subir hacia al suroeste atravesando los tantos barrancos de Mogán. Todo por intentar encontrar aquél asador en mitad de la nada donde hace un par de años recuerdo haber degustado un delicioso baifo (cabrito canario) a la brasa. A la altura de Veneguera logramos dar con la buscada brasería, mas nos encontramos con la inoportuna noticia de que no estamos en temporada paridera -nuestro gozo en un pozo- las cabras son así, qué le vamos a hacer. Durante  esta travesía he ido nombrando Mogán, Arguineguín y, antes, San Bartolomé de Tirajana y -aún desconociendo el tema en toda su complejidad- no puedo por menos que reflejar aquí la preocupación percibida en estos municipios (tan suasoriamente argumentada por Pedro Pablo, mi querido consuegro y sin embargo amigo) de que la futura central hidroeléctrica de Chira-Soria, un macroproyecto de almacenamiento de energía con renovables (postergado durante lustros, si no décadas) pudiera terminar afectando irreversiblemente al suroeste de una isla cuyo sur ya se encuentra de por sí sobradamente urbanizado ¡Ojo al Cristo, que es de plata!

Pero no nos pongamos demasiado serios, es sábado sabadete y volvemos a la inevitable autopista para plantarnos sin mayores complejos en esa zona cero del turismo internacional (últimamente nacional) de la isla, que no es otra que las playas dunosas de Maspalomas. La zona es archiconocida y no voy a describirla aquí, sí decir que he llegado a percibir algo así como que los bungalows orilleros de la primera línea estuvieran cada vez más cerca de las dunas, o quizás fuera al revés, que las dunas… etc. En fin, no sé. Mañana salimos temprano, ya de vuelta a casa, por lo que hoy toca comida familiar de despedida en un restaurante con fundamento de los tantos que salpican el paseo de Meloneras, frente a la playa del Faro. Allí comiendo nos dan las nueve de la noche -hora canaria- mientras, en la mesa de al lado, una solitaria y jovencísima muchacha rubia se viene tapiñando con afectada parsimonia una gran langosta, en un singular alarde de dandismo femenino.

Llegados al hotel, echo una última mirada a los muelles del Puerto y allí sigue atracado el impresionante Sea Cloud, un viejo velero de súper-lujo de cuatro palos y ciento diez metros de eslora. Una majestuosa y viajera Nube de Mar que me sirve como metáfora de ese eterno retorno de la humana travesía por los siete mares de nuestra existencia. Tantas cosas han quedado en el tintero como otras tendrán que esperar a un nuevo viaje. Siempre es necesario volver, tal como decían aquellos famosos versos de Wordsworth: “Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello, que en mi juventud me deslumbraba; aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la yerba de la gloria en las flores, no hay que afligirse, porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”. La felicidad al alcance de la mano o el esplendor en la yerba… Pues eso. 

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